12. La flagelación de Cristo
Gracias de la Flagelación de Jesús, descended a mi alma y hacedla verdaderamente mortificada.
Señor, Dios nuestro, que para redimir el género humano, caído por el engaño del demonio, has asociado los dolores de la Madre a la pasión de tu Hijo; concédenos a quienes meditamos estos misterios que, despojados de la triste herencia del pecado, nos revistamos de la luminosa novedad de Cristo.
1. Después de haber atado a Jesús, le llevaron y le entregaron a Pilato. Pilato le preguntó: ¿eres Tú el Rey de los Judíos?. (Mc. 15, 1-2).
2. Respondió Jesús: mi Reino no es de este mundo. Tú lo dices: Yo soy el Rey. (Jn. 18, 36).
3. Para esto he nacido Yo y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la Verdad. (Jn. 18, 37).
4. Pilato dijo a los Sumos Sacerdotes y a la gente: ningún delito encuentro en este hombre. Así que le castigaré y le soltaré. (Lc. 23; 4, 16).
5. Tomó entonces Pilato a Jesús y lo mandó azotar. (Jn. 19, 1).
6. Tras arresto y juicio fue arrebatado. Y de su causa, ¿quién se preocupa? Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias. (Is. 53; 8, 3).
7. Fue oprimido, y Él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco El abrió la boca. (Is. 53, 4).
8. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. (Is. 53, 5).
9. ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que El llevaba y nuestros dolores los que soportaba!. (Is. 53, 4).
10. Él soportó el castigo que nos trae la paz y con sus llagas hemos sido curados. (Is. 53, 5).
“Entonces Pilato mandó azotar a Jesús” (Jn 19, 1). El sentido del hecho terrible de golpear está claro: se trata de la reacción primaria del odio contra la vitalidad del odiado, visto como un ser que siente y respira. El odio del pecado contra Dios se dirige, con estos azotes, al Redentor. Quiere hacerle daño. Su cuerpo debe convertirse en puro dolor. Su santa vitalidad ha de ser aniquilada. Y, por cierto, es un pecado especial -el de los sentidos- el que se vuelve aquí contra Él. Su placer se torna en sufrimiento para el Señor.
El cristianismo no dice que el cuerpo sea malo y sus placeres sean pecado; pero sí dice que también en el placer puede haber pecado, y que el mal puede repercutir también en el cuerpo. Hacerse cristiano no significa despreciar el cuerpo ni destruirlo, pero sí quitarse la venda de los ojos y aprender a ver cómo actúa el mal en la naturaleza, luchar por tener un cuerpo y unos sentidos puros, aceptar el dolor físico como purificación. Cuando el creyente actúa así, es la misma pureza de Cristo la que penetra en él.
Guardini, Romano, Orar con... El Rosario de Nuestra Señora, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2008, p. 121.
Cuando Dios envió a su Hijo, no esperó a que los esfuerzos humanos hubieran eliminado previamente toda clase de injusticias… Jesucristo vino a compartir nuestra condición humana con sus sufrimientos… Antes de transformar la existencia cotidiana, Él supo hablar al corazón de los pobres, liberarlos del pecado, abrir sus ojos a un horizonte de luz… Tiene el sabor y el calor de la amistad que nos ofrece aquél que sufrió más que nosotros.
La aceptación en la fe de cualquier sufrimiento humano puede convertirlo en una participación personal en el sufrimiento sacrificial y expiatorio de Cristo. El mismo Cristo continúa su pasión en el hombre que sufre.
El sufrimiento es el camino obligado de la salvación y de la santificación. Para ser santos, podemos carecer de este y aquel carisma, de esta o aquella aptitud especial; pero no se nos puede dispensar del sufrimiento. Sufrir es un ingrediente necesario de la santidad. Como lo es el amor. Y de hecho, el amor que Cristo nos enseña y que Él vivió primero, dándonos ejemplo, es un amor… que expía y salva a través del sufrimiento. El amor da sentido y hace aceptable el sufrimiento. Puede haber amor sin sufrimiento. Pero el sufrimiento sin el amor no tiene sentido. Con el amor, aceptado como lo aceptó Cristo, el sufrimiento adquiere un valor inestimable.
Martínez Puche, José A., El Rosario de Juan Pablo II, Edibesa, Madrid, 2003, p. 28.