16. La Resurrección de Jesucristo

Gracias de la Resurrección del Señor, descended a mi alma y hacedle una fe verdaderamente viva.

Señor Dios, que has abierto las puertas de la vida por medio de su Hijo, vencedor de la muerte; concédenos, al meditar en su resurrección, que, renovados por el Espíritu, vivamos en la esperanza de nuestra resurrección futura.

1. Yo os aseguro que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo. (Jn. 16, 20).
2. También vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os podrá quitar vuestra alegría. (Jn. 16, 22).
3. El primer día de la semana, muy de mañana, llegaron al sepulcro llevando los aromas que habían preparado. (Lc. 24, 1).
4. De pronto hubo un gran terremoto, pues un Angel del Señor bajó del cielo, se acercó, hizo rodar la piedra del sepulcro y se sentó en ella. (Mt. 28, 2).
5. No temáis, pues sé que buscáis a Jesús, el crucificado. (Mt. 28, 5).
6. No está aquí: resucitó como dijo. Venid y ved el sitio donde estaba. (Mt. 28, 6).
7. Y va delante de vosotros a Galilea. Allí le veréis. (Mt. 28, 7).
8. Ellas se alejaron a toda prisa del sepulcro, y con temor y gran alegría corrieron a llevar la noticia a los discípulos. (Mt. 28, 8).
9. Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en Mí, aunque muera, vivirá. (Jn. 11, 25).
10. Y todo el que vive y cree en Mí, no morirá jamás. (Jn. 11,26).

“En su Carta a los Romanos, San Pablo dice que “nuestro hombre viejo” ha de ser “crucificado” y morir y “ser sepultado con Cristo”. Si sucede esto, “al igual que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en nuestra vida” (Rom 6, 4-5). Constantemente se verifica en nosotros este morir y ser sepultado del hombre viejo: en toda lucha contra el mal, en todo autovencimiento, en todo sufrimiento soportado con valentía, en todo sacrificio realizado con amor y generosidad. Con ello resucitamos y nos transformamos en un hombre nuevo. De cuando en cuando, en lo hondo de nuestra interioridad, adivinamos -a través de las insuficiencias y calamidades terrenas- el misterioso bullir de esta forma de vida santa y eterna, dotada de la “gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rom 8, 21). De ordinario, es objeto de fe.”
Guardini, Romano, Orar con... El Rosario de Nuestra Señora, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2008, p. 131.

23. «La contemplación del rostro de Cristo no puede reducirse a su imagen de crucificado. ¡Él es el Resucitado!».[29] El Rosario ha expresado siempre esta convicción de fe, invitando al creyente a superar la oscuridad de la Pasión para fijarse en la gloria de Cristo en su Resurrección y en su Ascensión. Contemplando al Resucitado, el cristiano descubre de nuevo las razones de la propia fe (cf. 1 Co 15, 14), y revive la alegría no solamente de aquellos a los que Cristo se manifestó -los Apóstoles, la Magdalena, los discípulos de Emaús-, sino también el gozo de María, que experimentó de modo intenso la nueva vida del Hijo glorificado. A esta gloria, que con la Ascensión pone a Cristo a la derecha del Padre, sería elevada Ella misma con la Asunción, anticipando así, por especialísimo privilegio, el destino reservado a todos los justos con la resurrección de la carne. Al fin, coronada de gloria -como aparece en el último misterio glorioso-, María resplandece como Reina de los Ángeles y los Santos, anticipación y culmen de la condición escatológica del Iglesia.
Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae del sumo pontífice Juan Pablo II.


“Para reavivar más vuestra fe y entusiasmo, deseo proponer a vuestra reflexión el encuentro pascual con el Señor: un encuentro personal, vivo, de ojos abiertos y corazón palpitante, con Cristo resucitado. Sí, Cristo vive en la Iglesia, está en nosotros, portadores de esperanza e inmortalidad. Si habéis encontrado, pues, a Cristo, ¡vivid a Cristo, vivid con Cristo! Y anunciadlo en primera persona, como auténticos testigos: “Para mi la vida es Cristo”. He ahí también la verdadera liberación: proclamar a Jesús libre de ataduras, presente en unos hombres transformados, hechos nueva criatura.”
Martínez Puche, José A., El Rosario de Juan Pablo II, Edibesa, Madrid, 2003, p. 36.

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