17. La Ascensión del Señor a los cielos

Gracias del misterio de la Ascensión de Jesucristo, descended a mi alma y hacedla verdaderamente celeste.

Concédenos, Dios todopoderoso, exultar de gozo y darte gracias, porque la ascensión de Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria, y donde nos ha precedido Él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su cuerpo.

1. Los llevó después afuera hasta cerca de Betania; y, levantando la mano, les dio su bendición. (Lc. 24, 50).
2. Me ha sido dado todo poder en el Cielo y en la tierra. (Mt. 28, 18).
3. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes. (Mt. 28, 18).
4. Bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. (Mt. 28, 19).
5. Y enseñadles a observar todo cuanto yo os he mandado. (Mt. 28, 20).
6. El que crea y se bautice, se salvará. (Mc. 16, 16).
7. Pero el que no crea, se condenará. (Mc. 16, 16).
8. Y mirad, Yo estaré siempre con vosotros hasta el fin del mundo. (Mt. 82, 20).
9. Y, en tanto que los bendecía, se apartó de ellos y fue elevándose al Cielo. (Lc. 24, 51).
10. Y allí está sentado a la diestra de Dios. (Mc. 16, 19).

Tras su resurrección permaneció todavía Jesús entre los suyos los cuarenta días de que hablan los Evangelios. Desde el mismo Monte de los Olivos en que había comenzado su Pasión “se elevó hacia lo alto” (Hch 1, 9) y desapareció en el ámbito inaccesible de Dios. María no estaba con ellos al suceder esto. A juzgar por el conjunto de la narración, estaban sólo los mismos que en el huerto. Ignoramos si el Señor le había dicho a María cuándo “iría al Padre”. Pero entre Él y su madre debe de haberse dado una comunión tan íntima que Ella no necesitaba palabras expresas para sentir lo que le pasaba a Él… Luego, se quedó sola. Pero, cuando San Pablo dice: “Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col 3, 1-2), estas palabras valen sobre todo para María. Su Hijo estaba “arriba”, y su corazón se hallaba junto a Él, y todo su ser ansiaba ascender hacia Él.
Cuando el Señor abandonó la tierra, empezó la espera “hasta que venga” (1 Cor 11, 26). Lo que desde entonces sucede en la tierra no es más que un mero perseverar, y tener fe significa mantener esa perseverancia. Para quien no tiene fe, los acontecimientos se realizan como algo que tiene su sentido en sí mismo. Lo diario y lo extraordinario, lo grande y lo pequeño, lo terrible y lo bello: todo aquello de que se teje la Historia sucede como si fuese todo lo que hay y, aparte de ello, no hubiera nada. En verdad, la partida del Señor fue como el resonar de un acorde potente que se mantiene ahora en el aire hasta quedar en silencio al resolverse. Sólo cuando Jesús vuelva, se cumplirán todas las cosas.
Guardini, Romano, Orar con... El Rosario de Nuestra Señora, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2008, p. 132.

Dios ha vencido la muerte y en Jesús ha inaugurado definitivamente su Reino. Durante su vida terrena Jesús es el profeta del Reino. Y, después de su Pasión, Resurrección y Ascensión al cielo, participa del poder de Dios y de su dominio sobre el mundo.
“Cuando venga el Paráclito, dejará convicto al mundo con la prueba de un pecado, de una justicia, de una condena…” (Jn 16, 7s). Cuando habla de una justicia parece que piensa Jesús en la justicia definitiva, que el Padre le dará, rodeándolo con la gloria de la Resurrección y de la Ascensión al cielo: “de una justicia, porque me voy al Padre”. (DV, 27)
Porque somos el Cuerpo de Cristo, tenemos parte en la vida celestial de nuestra cabeza. La Ascensión de Jesús es el triunfo de la humanidad, porque la humanidad está unida a Dios para siempre, y glorificada para siempre en la persona del Hijo de Dios, Cristo glorioso jamás permitirá ser separado de su Cuerpo… No sólo tomamos parte nosotros, la Iglesia, en la vida de la Cabeza glorificada, sino que Cristo Cabeza comparte plenamente la vida peregrinante de su Cuerpo y la dirige y canaliza hacia su recto fin en la gloria celestial.
Jesucristo dijo en el Cenáculo: “Os conviene que yo me vaya; si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré…” El Espíritu viene a costa de la partida de Cristo… una partida que era conveniente, porque gracias a ella vendría otro Paráclito. Este viene, enviado por el Padre, “después de la partida” de Cristo, como “precio” de ella… Aun en el momento de la Ascensión, Jesús mandó a los apóstoles que “no se ausentaran de Jerusalén, sino que aguardasen la promesa del Padre”.

Martínez Puche, José A., El Rosario de Juan Pablo II, Edibesa, Madrid, 2003, p. 38.

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