18. La venida del Espíritu Santo (Pentecostés)

Gracias de Pentecostés, descended a mi alma y hacedla verdaderamente sabia según Dios.

Oh Dios, que por el misterio de Pentecostés santificas a tu Iglesia, extendida por todas las naciones; derrama los dones de tu Espíritu sobre todos los confines de la tierra y no dejes de realizar ahora en nuestro corazón aquellas mismas maravillas que obraste en los comienzos de la predicación evangélica.

1. Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos juntos en un mismo local. (Hch. 2, 1).
2. Y se oyó de repente un estruendo, que venía del cielo, como de una ráfaga de viento que sopla con furia. (Hch. 2, 2).
3. Y aparecieron unas como lenguas de fuego, que se repartieron y posaron sobre cada uno de ellos. (Hch. 2, 3).
4. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según el Espíritu Santo les movía a expresarse. (Hch. 2, 4).
5. Había en Jerusalén judíos que allí residían, hombres piadosos, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo. (Hch. 2, 5).
6. Entonces Pedro, en pie con los once, alzó su voz y les dirigió estas palabras. (Hch. 2, 14).
7. Arrepentíos y que cada uno de vosotros se bautice en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados; y recibiréis entonces el don del Espíritu Santo. (Hch. 2, 38).
8. Y los que acogieron su palabra se bautizaron, y se agregaron aquel día unas tres mil almas. (Hch. 2,41).
9. Envías tu soplo y son creados, y renuevas la faz de la tierra. (Sal. 104, 30).
10. Ven, ¡oh Espíritu Santo!, llena los corazones de tus fieles; y enciende en ellos el fuego de tu Amor. Aleluya. (Secuencia de Pentecostés).


En la tarde anterior a su Pasión, el Señor había dicho a los suyos: “No os dejaré huérfanos” (Jn 14, 18). Cuando se fue,. quedaron realmente huérfanos, pues de la forma en que Dios había estado con ellos -en la figura de Jesús-, ya no lo estaba más. Pero, en el día de Pentecostés, Dios volvió de nuevo en el Espíritu Santo que Jesús les envió. Ahora fue superada la orfandad; su amigo, su “Defensor”, su guía celestial estaba con ellos. Pero su tarea consistía en “guiarlos hacia la verdad completa” y “darles a Cristo” (Jn 16, 13-14). Entre aquellos sobre los que descendió el Espíritu Santo estaba también María; la Escritura lo dice expresamente, y podemos, tal vez, adivinar algo de lo que significaron para ella la ráfaga de viento y la llama divinas. Siempre que el Evangelio habla de Ella, se percibe la relación de lejanía que tuvo que existir entre la madre humana y la condición incomprensible de su divino Hijo. La frase: “Pero ellos no comprendieron lo que les decía” (Lc 2, 50) está siempre presente. Una vez que ha venido, el Espíritu Santo la guía también a Ella “hacia la verdad completa”; “toma lo que es de Cristo y se lo da a Ella”. Ahora se resuelven los enigmas. Ella reconoce el poder providente de Dios, y todo acontecimiento halla su sentido.

También a nosotros se nos envió el Espíritu. Él hace que no seamos huérfanos. Está entre nosotros con tal que queramos permanecer junto a Él. Guía nuestra vida a través de todas las oscuridades, pero nosotros debemos cederle la iniciativa. Cuando le dirigimos nuestras súplicas y nos abrimos a Él con el pensamiento y el amor, nos enseña a entender a Cristo, y, en Cristo, nuestro propio ser. Y donde la oscuridad sigue siendo impenetrable por estar cerrada la existencia terrena, Él nos da testimonio -en un divino “no obstante”- “de que somos hijos de Dios”, como dice San Pablo, y nos otorga la certeza de que “Dios ordena todas las cosas para bien de los que le aman” (Rom 8, 16 y 28 ).

Guardini, Romano, Orar con... El Rosario de Nuestra Señora, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2008, p. 134.


En el centro de este itinerario de gloria del Hijo y de la Madre, el Rosario considera, en el tercer misterio glorioso, Pentecostés, que muestra el rostro de la Iglesia como una familia reunida con María, avivada por la efusión impetuosa del Espíritu y dispuesta para la misión evangelizadora. La contemplación de éste, como de los otros misterios gloriosos, ha de llevar a los creyentes a tomar conciencia cada vez más viva de su nueva vida en Cristo, en el seno de la Iglesia; una vida cuyo gran 'icono' es la escena de Pentecostés. (RVM, 23)

Y podemos imaginar que (María) ha desempeñado esta función con los discípulos después de la Ascensión de Jesús, cuando se quedó con ellos esperando el Espíritu Santo y los confortó en la primera misión. Recorrer con María las escenas del Rosario es como ir a la 'escuela' de María para leer a Cristo, para penetrar sus secretos, para entender su mensaje.

Una escuela, la de María, mucho más eficaz, si se piensa que Ella la ejerce consiguiéndonos abundantes dones del Espíritu Santo y proponiéndonos, al mismo tiempo, el ejemplo de aquella «peregrinación de la fe»,[17] en la cual es maestra incomparable. (RVM, 14)

Martínez Puche, José A., El Rosario de Juan Pablo II, Edibesa, Madrid, 2003, p. 40.

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