El arco de fuego, que irrumpió por primera vez sobre el monte y se manifestó victorioso en la resurrección
Este acontecimiento (La Transfiguración / Mt 17, 1-13) no sólo desciende sobre Jesús, o se obra en Él, sino que a la vez irrumpe desde Él. Es una revelación de su ser. Nos muestra con claridad lo que hay en Él: aquella vida por encima de toda vida; aquel arco de fuego del cual hablamos.
El Lógos ha ingresado como luz celestial en las tinieblas de la creación caída. Pero las tinieblas se afirmaron y “no lo comprendieron” (Jn 1, 4). La verdad de amor del Lógos, que anhelaba irrumpir abiertamente, es rechazada por las tinieblas hacia lo interior, ¡oh dolor que sobrepasa todo entendimiento humano y que sólo Dios puede concebir!
Sobre la montaña irrumpe, por un momento, la claridad. El camino de Jesús va hacia la oscuridad, cada vez más profunda, hasta “vuestra hora (de los enemigos) y el poder de las tinieblas” (Lc 22, 53). Pero aquí, por un momento, aparece la luz que vino al mundo, y que sería capaz de “iluminar a todo hombre” (Jn 1, 9). En el camino hacia la muerte, resplandece, como una llamarada, aquella gloria que habrá de revelarse recién después de la muerte. Lo que dice el discurso de la muerte y la resurrección se hace presente aquí en figura, visiblemente.
… Así pues la Transfiguración es el relampagueo de la resurrección venidera del Señor. Y garantía de nuestra propia resurrección. Porque aquella vida habrá de surgir también en nosotros. En efecto, ser redimido significa participar de la vida de Cristo. También nosotros debemos resucitar. También en nosotros debe transfigurarse el cuerpo por el espíritu, el cual, a su vez, es transfigurado por Dios (1 Co 15). También en nosotros debe despertar la bienaventurada inmortalidad; en nosotros, los seres humanos (véase el gran capítulo decimoquinto de la primera Carta a los Corintios).
Esta es la vida eterna en que creemos. “Eterno” no significa sólo que “nunca termina”. Poseemos “por naturaleza” esta última condición ya que Dios nos ha creado como seres dotados de espíritu. Pero en realidad la “indestructibilidad” de nuestro ser no consiste en la vida eterna y bienaventurada de la cual habla la revelación. Esta nos viene recién desde Dios. Ese ser eterno no significa en el fondo ninguna determinación de duración; tampoco la contrapartida de la transitoriedad. La manera más correcta de formularlo sería diciendo que se trata de la vida celestial, la cual estriba en participar de la vida de Dios.
Esta vida recibe de Dios la cualidad de definitiva, así como la integridad, la unidad en la distinción, la infinitud y la intima armonía, rasgos todos de los cuales carece nuestra vida actual. Nosotros elevamos protesta contra esa carencia, y debemos hacerlo en aras de la dignidad que nos viene de Dios. En la nueva vida está aquella eternidad, tanto para el santo como para “el más pequeño en el reino de Dios” (Mt 11, 11). Las diferencias se ubican recién dentro de la eternidad. Ellas serán allí tan grandes como grandes sean las diferencias entre los distintos grados de amor.
La vida eterna no viene recién luego de la muerte, sino que ya está aquí. La esencia de la conciencia cristiana consiste precisamente en estar edificada sobre la fe en esa dimensión interna de eternidad. En esta conciencia se aprecian diferencias insospechadas: de claridad, fuerza y también de grado de presencia; de decisión con la cual ella obra en nosotros; de medida con la cual se la experimenta y pone en práctica; ora estamos seguros de su existencia sólo gracias a una fe dócil, ora lo que creemos se convierte en una experiencia interior, etc.
Sea como fuere, siempre queda en pie el hecho de que detrás de nuestra vida, como don de la gracia o bien como percepción en la fe, existe aquel “algo” que estaba ya en Cristo: el arco de fuego, que irrumpió por primera vez sobre el monte y se manifestó victorioso en la resurrección.
Guardini, Romano, El Señor. Meditaciones sobre la persona y la vida de Jesucristo, Lumen, Buenos Aires, 2000, p. 307.