El Espíritu Santo es quien suscita la fe

 El Espíritu Santo es quien suscita la fe. La fe no es una mera profundización, aumento o afinamiento del conocimiento natural; tampoco una forma general de vivencia religiosa, sino la respuesta especial que el hombre llamado da a la persona y palabra de Cristo. Pasar a ser un hombre creyente significa, en el sentido de la Sagrada Escritura, creer en Cristo. “Creer” presupone que en el hombre se despierte una vida nueva. Y el acto de esta vida es la fe.
En los así llamados discursos polémicos del Evangelio de san Juan, Jesús dice, acentuándolo con el mayor énfasis, que sólo puede entenderlo y amarlo quien ha nacido de Dios: “Jesús les respondió: 'Si Dios fuera vuestro Padre, me amaríais a mí, porque yo he salido y vengo de Dios; no he venido por mi cuenta, sino que Él me ha enviado. ¿Por qué no reconocéis mi lenguaje?... Si digo la verdad, ¿por qué no me creéis? El que es de Dios, escucha las palabras de Dios; vosotros no las escucháis porque no sois de Dios'” (Jn 8, 42-47). El hombre, librado a sí mismo, no es capaz de creer. La fe es el acto de un hombre nuevo. Para que se pueda creer, primero tiene que existir un hombre nuevo. Ahora bien, un hombre nuevo sólo se hace posible a partir de Dios; más exactamente, en el Espíritu Santo: “En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn 3, 5). En el Reino de los Cielos se entra por la fe.
El verdadero proclamador de la existencia cristiana es san Pablo. Sus cartas rebosan de la extraordinaria experiencia de lo que significa ser cristiano y vivir como cristiano. En sus epístolas es muy importante lo que el Apóstol de los gentiles dice acerca del hombre “espiritual”, en oposición al hombre “carnal” (1 Co 2). Con el término “espiritual” san Pablo no alude a lo espiritual en oposición a lo corporal, o a lo interior en oposición a lo exterior, sino a la existencia redimida, renovada por el Espíritu Santo, en oposición a la vieja e irredenta. Todo el hombre: tanto cuerpo y alma, interior y exterior, comer y beber, como ciencia, música y todas las demás  supremas expresiones de la cultura, pero también la conciencia, la ética y el amor de los hombres… todo eso es “carne”.
Según san Pablo, todo debe llegar a ser espiritual: la razón, el corazón y la voluntad del ser humano; sus obras, sus acciones, sus percepciones y la vida de su cuerpo. El hombre espiritual es un misterio. Puede juzgar al hombre carnal pero no puede ser juzgado por éste. El cristiano que vive en razón de la nueva creación por el Espíritu Santo puede entender el mundo, pero el mundo no puede comprenderlo a él.
Con esto no se está diciendo que el hombre espiritual posea más talentos que los demás, que sea más inteligente, que sea de personalidad más independiente, más fuerte, etc. Tampoco que los demás no puedan entenderlo porque él se ocupe de cosas miseriosas, tenga puntos de vista inusuales o intenciones solapadas. No; el hombre espiritual puede juzgar al mundo porque lleva en sí el comienzo de una existencia nueva. Un comienzo fundado en la libertad de Cristo. De esta manera puede tomar una distancia del mundo que nadie puede tomar en el mundo, tampoco el más talentoso. Se trata de la distancia que fue creada por la Encarnación de Dios y por el triunfo de Cristo sobre el mundo en virtud de su obra salvadora.
Por la gracia el cristiano participa de esa distancia. Fundado en ella y en la medida en que sea un auténtico cristiano, será capaz de “juzgar” al mundo, por muy sencillo, pobre o inculto que sea en otros campos. Y por esta misma razón queda exento de todo juicio por parte del mundo. El mundo no lo “ve” en absoluto. Ve sólo al hombre, y quizás algo extraño en él, algo que lo inquieta y que lo irrita hasta la indignación. Pero no sabe lo que es. Solamente podría experimentarlo si se convirtiese, con lo cual dejaría entonces de ser “mundo” en el sentido aludido. Comprenderemos correctamente este pensamiento recordando que el cristiano reproduce la existencia de Cristo en forma de una participación en la vida del Señor. Participación que, a su vez, es don de la gracia.
Lo que se ha expuesto en estas consideraciones sobre la actitud frente al Señor que cultivaron sus contemporáneos, vale asimismo, hasta cierto punto, para la actitud que asumen el no creyente ante el creyente. Para comprender al cristiano es también necesario el Espíritu Santo, porque la existencia cristiana sólo puede ser entendida en la fe.
¿Es eso presunción? ¿Es engreimiento de nuestra parte? ¡Ciertamente que no! No nos atrevemos a afirmar ni siquiera que somos creyentes. Sólo lo esperamos, y sabemos que sólo lo podemos ser “con temor y temblor” (Flp 2, 12). Más allá de esto, aquí no se trata de ninguna excelencia personal, surgida del hecho de que seamos talentosos, inteligentes, hábiles, nobles, etc. En todas estas cosas el cristiano puede ser superado por cualquiera. No se trata pues de nada de lo que podamos “gloriarnos” (2 Co 11, 18).
Lo que hay en el cristiano procede de Dios y nos viene esencialmente como exigencia de llevar una nueva vida. Aquel volver a nacer del cual hablábamos no tiene que ver con magia, ni con iniciación en misterios, ni con irrupción en formas superiores de conciencia o cosas por el estilo, sino que se refiere a una realidad muy concreta y simple: la conversión. So convertirse en cristiano quiere decir colocar aquel nuevo comienzo en nosotros, ser cristiano es entonces consumar ese comienzo: hacer que nuestros pensamientos sean los de Cristo; que nuestra disposición interior sea la suya, que nuestra vida tenga como modelo la suya… Al obrar así, ¿quién habrá de gloriarse?
No es que Cristo esté en una orilla y nosotros en otra, y que contemplándolo y meditando sobre Él arribemos a la conclusión de que tiene razón, y acto seguido nos decidimos a cruzar el torrente e ir hacia Él… No; no es así el proceso de creer. Por este camino jamás llegaríamos a Cristo. Es Él quien habrá de venir a buscarnos. Tenemos que pedirle que envíe el Espíritu para poder ir hacia Él. Hemos de desprendernos de nosotros mismos y arriesgarnos a cruzar el torrente, contando con que Él habrá de asirnos y atraernos hacia sí.
Si estos son nuestros pensamientos y ésta nuestra esperanza, entonces se habrá realizado lo que nosotros esperábamos, aunque no sea más que a manera de un principio. Porque ya el mero hecho de tener esperanza en que el Señor nos concederá el don de creer, es algo que sólo podemos hacer si Él ya de alguna manera nos ha otorgado esa gracia.

Guardini, Romano, El Señor. Meditaciones sobre la persona y la vida de Jesucristo, Lumen, Buenos Aires, 2000, p. 565.

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