Esta intimidad de Dios es el cielo
... el cielo es la intimidad del Dios Santo. La manera como Dios está a solas consigo mismo y por lo tanto inaccesible a toda creatura. Es lo que san Pablo llama “luz inaccesible” en la cual Él vive, y que nada creado puede afectar (1 Tm 6, 16). Cuando se encuentra a otra persona en la calle o en una habitación, dicha persona está “abierta”. Se la puede mirar, fotografiar, describir, incluso se puede adivinar muchas cosas que están palpitando en ella. Todo ello es de alguna manera “público”. Per hay un ámbito que permanece como íntimo, exclusivo de ella; el de su actitud frente a sí misma, el de su manera de asumir su responsabilidad por su obrar.
Por lo común el hombre es absorbido por las realidades corporales, psicológicas, sociológicas, vale decir, por lo que es público. Pero en ciertos momentos escapa a ellas e ingresa en su dominio propio. Ésa es la dimensión interior del ser humano. Y el otro no puede irrumpir en tal intimidad. Una apertura sólo es posible cuando él mismo se abre. Y ello ocurre en el amor, cuando el hombre no se limita a dejarse observar o bien informa a sobre sí mismo, sino que se entrega al otro en viva comunión. Si el otro lo acoge, si el otro también se abre, si abandona la actitud de la observación y del juicio e ingresa en la pura contemplación y en la comunión amorosa, no buscándose a sí mismo, sino al otro, entonces ambas intimidades se unen en una única intimidad: la comunidad. Una comunidad que está abierta hacia adentro, pero que a la vez guarda su intimidad frente a lo exterior, frente a terceros…
Este espacio interior será tanto más inaccesible cuanto más grande y profundo sea el hombre y cuanto más trascendentales la decisiones que vayan jalonando su vida. ¿Qué sucede cuando no se trata ya de un hombre, sino de Dios, el Insondable, el Infinito, el Simple, la Verdad y la Santidad esenciales? Esa interioridad es absoluta. Nada la invade. Dios es la Claridad plena, porque es la Verdad misma; plenamente Luz, porque no hay nada que lo oscurezca; es el Señor, el Libre y el que Es realmente, Aquel a quien le pertenece todo el dominio del ser... Y sin embargo es Inaccesible en esa misma luz; Misterio en esa verdad; Inconcebible en esa soberanía (cf 1 Tm 6, 16).
Esta intimidad de Dios es el cielo. Es allí donde se recibe al Señor Resucitado, en su realidad viva. ¿Cómo es posible? ¿Acaso Dios no es espíritu? (cf Jn 4, 24) ¿Cómo es posible que algo corporal pueda ser acogido en el seno de Dios?
Ciertamente Dios es “espíritu”. Así está escrito en san Juan en el capítulo cuarto, versículo vigésimo cuarto. Pero no tomemos esas palabras en un sentido simplista… Si Dios es espíritu, entonces nuestra alma no lo es. Pero si mi alma es espíritu, tengo que emplear otro nombre para designar a Dios. Lo mismo piensa san Juan; ya que cuando dice “espíritu” está pensando, al igual que san Pablo, en el espíritu de santidad; ya hablamos de ello cuando nos referimos a la resurrección.
En comparación con este espíritu de santidad, el cuerpo y el alma, la materia y el espíritu, la persona humana y las cosas son, en su conjunto, “carne”. Entre el Dios vivo y todos eso, no sólo hay una distancia de eternidad que separa al Creador de la creatura, no sólo la distancia de la gracia que separa la vida divina de la naturaleza, sino también la distancia de la oposición que existe entre el Santo y el pecador, distancia que sólo el amor de Dios puede salvar. Al lado de esto, la diferencia que existe entre espíritu terrenal y cuerpo se hace insignificante hasta desaparecer. Lo nuevo y extraordinario consiste en que Dios perdona el pecado y acoge a la creatura en su vida santa. Si esto es verdadero y efectivo, entonces la realidad de que Él no sólo acoja al espíritu creado sino también al cuerpo no resulta ya tan inconcebible.
El amor redentor de Dios no sólo se dirige hacia el “alma”, sino a la totalidad del ser humano. El hombre redimido, el hombre nuevo, descasa en la humanidad divina de Jesús. Y esa humanidad divina, fundada en la hora de la Anunciación, se consuma en la hora de la Ascensión. Jesucristo traspone los umbrales del cielo, ingresa a la intimidad del Padre. Y recién entonces es el “Dios hecho hombre” consumado.
Así pues Jesús partió… Y en ese mismo momento volvió a nosotros de una manera nueva… Cuando alguien está unido a otro por el vínculo del amor y debe abandonar a esa persona querida, ese paso significa naturalmente una separación. Sus pensamientos estarán puestos en el otro, más allá de que esté ausente. Ahora bien, si a esa persona le fuese posible ingresar en un estado en el cual no existan las separaciones que generan el espacio, el tiempo y las cosas, sino que todo fuese amor puro, entonces estaría enseguida junto a aquel a quien ama. Poner el pensamiento en la persona querida y amarla con el corazón significaría vincularse realmente a ella, constituirían la verdadera realidad… Justamente esto es lo que ocurrió con Cristo. Entró en la eternidad, en el “aquí y ahora” puros, en la realidad pura. Ingresó en un ser, en un modo de ser que es todo amor, ya que “Dios es amor” (1 Jn 4, 16). La manera de ser de Cristo es ahora la del amor. Por lo tanto si Él nos ama -el núcleo de su mensaje sagrado es precisamente que Él nos ama- su partida e ingreso en la consumación del amor significan en verdad un “estar con nosotros”.
Al día de la Ascensión seguirá Pentecostés; y en la fuerza del Espíritu Santo el apóstol pronunciará las palabras “Cristo en nosotros”. El Señor está sentado a la derecha del Padre; más allá de toda mutabilidad de la historia; gozando ya, en el silencio y la espera, del triunfo que se manifestará un día en el Juicio que se hará patente a todos y que conmoverá la tierra. Pero al mismo tiempo está de nuevo junto a nosotros, los hombres; en las raíces de todo acontecer; en lo más íntimo de todo creyente; en lo más íntimo del conjunto de los creyentes, la Iglesia; como forma, poder, guía y unidad. Al abandonar el espacio histórico general de la presencia manifiesta y pública, se funda en el Espíritu Santo el nuevo espacio cristiano: la interioridad del creyente individual y de la Iglesia, que se condicionan mutuamente, que son uno. De esa manera Cristo “estará con nosotros hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).
Guardini, Romano, El Señor. Meditaciones sobre la persona y la vida de Jesucristo, Lumen, Buenos Aires, 2000, p. 552.