La oración es expresión de vida interior
La adoración de Dios es la garantía de la pureza del espíritu. Mientras el hombre adore; mientras se incline ante Dios como ante Aquel que “es digno de recibir la gloria, el honor y el poder”, porque Él es el Verdadero y el Santo, estará a resguardo de la mentira.
La pureza y la salud de espíritu constituyen la fortaleza más grande para la mente, pero también -teniendo en cuenta la condición humana- lo más vulnerable y lo más sujeto a seducción en el plano del ser. Necesitan protección. Tiene que haber algo por lo cual el espíritu humano pueda discernir siempre lo verdadero de lo falso, lo puro de lo impuro. Que el hombre no haga lo que ha discernido como justo, es malo y lo hace “reo de juicio”. Sin embargo es mucho más terrible la confusión en la relación con la verdad misma; la mentira que entenebrece ya la mirada, porque está asentada en el espíritu. Por eso tiene que haber algo por lo cual el corazón se renueve continuamente en la verdad, el espíritu se purifique, la mirada se aclare, la persona tome conciencia de sus obligaciones. Eso es la adoración. No hay nada más importante para el hombre que aprender a inclinarse ante Dios con todo su ser interior; despejarle espacio para que Él ingrese y sea el Verdadero, precisamente porque Él es digno de serlo. Pensar, concebir interiormente que Dios, en virtud de Su verdad, es digno de adoración infinita y total, es algo santo y grande, algo que cura de raíz.
En estas meditaciones hemos hablado poco de cosas prácticas. Nuestra mira estuvo puesta siempre en la comprensión de Cristo. Pero aquí diremos algo práctico precisamente porque hemos enfocado algo de la realidad última que sostiene nuestra existencia. Deberíamos obligarnos al cultivo de la adoración. Hay dos tiempos del día que son especialmente significativos para ello: la mañana y la tarde. Nosotros, hombres de hoy, no percibimos ya con fuerza su significado, porque ni el despuntar de la luz ni la caída de la noche revisten ya el poder que tenían sobre el hombre que estaba más fuertemente vinculado a la naturaleza. Pero de alguna manera también nosotros sentimos, sin tomar conciencia cabal de ello, que en el inicio del día se recrea el inicio de nuestra vida, y que el fin del día anticipa el fin de nuestra vida. Estos son los tiempos apropiados para la adoración; es entonces cuando debemos practicarla. Practicar, vale decir, no sólo realizarla cuando nos sintamos motivados a ello. La oración no sólo es expresión de vida interior que quiere aflorar, sino también acción del hombre que se educa a sí mismo.
Adorar a Dios no nos resulta fácil por naturaleza, sino que tenemos que aprenderlo; y para ello hay que ejercitarse. Arrodillarnos y tomar conciencia de que Dios es y reina; de que Él es digno de tener todo el poder: es Digno de ser Dios… Quizás descubramos una gran dulzura en el pensamiento de que Dios es digno de ser Dios. Meditando este pensamiento, los santos ardían de amor.
Si necesitamos fórmulas de adoración, busquémoslas en la Sagrada Escritura. En el Apocalipsis (4, 1-11) hemos aprendido una. En el capítulo séptimo hallamos otra: “Y todos los Ángeles que estaban en pie alrededor del trono de los ancianos y de los cuatro Vivientes, se postraron delante del trono, rostro en tierra, y adoraron a Dios diciendo: Amén, alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza, a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén” (7, 11-12)… Entre los Salmos hay algunos magníficos, transidos de adoración. Así mismo en los profetas se encuentran textos admirables… Pero quizás las palabras broten espontáneamente de nosotros. O nuestro corazón no necesite de palabras, y se incline colmado de saber y de respeto. Pero también puede suceder que nos sintamos embotados, cansados o mal dispuestos. En esos momentos ya será algo el hecho de ponerse en presencia de Dios y permanecer un rato -expresémoslo de la manera más sencilla- con una actitud de respeto. Esos momentos tendrán efecto sobre nuestra vida, generarán verdad; especialmente cuando los hagamos fructificar en acciones concretas: por ejemplo, dejar de decir una mentira porque Dios es la verdad; o hacerle justicia al prójimo porque Dios está sentado en el trono de su santidad.
Guardini, Romano, El Señor. Meditaciones sobre la persona y la vida de Jesucristo, Lumen, Buenos Aires, 2000, p.639.