La vida es también presencia majestuosa, interioridad recogida en sí misma, fuerza que palpita en la tranquilidad

De la plenitud de esta visión tomamos un rasgo particular: el hecho de que haya un trono en el cual hay alguien que está sentado. Aquí estamos frente a algo que hemos perdido. El hombre moderno ya no sabe lo que significan el trono y sentarse en el trono…
Echando una mirada retrospectiva, apreciaremos en la imaginería egipcia la presencia del motivo del trono lleno de poder. ¡Qué majestad y serenidad en estas figuras de dioses y reyes! Y volvemos a observarlo en el arte griego primitivo. Más tarde lo encontramos, plasmado cristianamente, en los mosaicos de los primeros siglos y en la imaginería de la temprana Edad Media. Luego desaparece. Las figuras no aparecen sentadas en un trono sino simplemente sedentes. Pero ese estar sentado se hace cada vez más inquieto. Las figuras de antaño, sentadas en el trono, no eran rígidas; pero su movimiento residía en la fuerza que irradiaba su aspecto, en su serenidad, en su interioridad.
Ahora, en cambio, se percibe una proyección hacia afuera. El estar sentado trasluce descuido; un estado fugaz entre el ir y venir. Aquí se detecta pues que en las raíces del sentimiento vital del hombre hay algo que ha sufrido una transformación. Si hoy le preguntamos a la gente cómo concibe y siente la vida, su respuesta, más allá de los distintos matices, apuntará siempre en la misma dirección: la vida es tensión, carrera hacia la meta, lanzarse hacia aquello en lo que se ha puesto la mira; es crear, aniquilar y volver a crear. Es lo que está en efervescencia, lo que fermenta, fluye y conquista.
De esta manera el hombre moderno difícilmente pueda concebir que la vida es también presencia majestuosa, interioridad recogida en sí misma, fuerza que palpita en la tranquilidad. Para él la vida está ligada al tiempo. Es cambio, transición, perpetua renovación. No comprende aquella vida que reside en la continuidad, que está orientada a la paz de lo eterno. A la hora de representarse a Dios, piensa en un Creador sin descanso. Más aun, se inclina a ver a Dios sujeto a un constante devenir; construyéndose a sí mismo desde un pasado infinitamente remoto y hacia un futuro igualmente remoto. Por eso nada le dice un Dios que está en un puro presente, inmutable, agotándose a sí mismo en pura realidad. Y así, cuando escucha hablar de “vida eterna”, en la cual el sentido de todas las cosas habrá de alcanzar la plenitud, es fácilmente presa de una sensación de perplejidad: ¿Para qué esa vida en la que nada acontece?

Guardini, Romano, El Señor. Meditaciones sobre la persona y la vida de Jesucristo, Lumen, Buenos Aires, 2000, p.634.

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