Mi persona es el modo en el cual Dios me llama y el modo en que yo debo responder a su llamado

Con esta meditación sólo pretendemos aproximarnos un poco a ese Reino, y la mejor forma de hacerlo es tomando al pie de la letra lo que Jesús dice: Sí; esto es lo primero que debemos hacer, lo correcto, cuando estamos frente a palabras dignas de veneración. Pues bien, el Señor dice que “el tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca”. El Reino de Dios no es por lo tanto un estado ya establecido, sino algo vivo, algo que se está acercando. Por mucho tiempo estuvo lejos, pero ahora se ha aproximado y está tan cerca que exige ser asumido. Reino de Dios significa que Dios reina.
Nos preguntamos pues qué pasa cuando es Dios quien reina. Pero antes cabe plantearse otra pregunta: ¿Qué es lo que detenta realmente el poder en nosotros?, o bien, ¿quién es el que gobierna en nosotros? Y constataremos que son principalmente hombres: aquellos que me hablan o cuyas palabras leo; aquellos a los cuales trato o que se sustraen a mi presencia; aquellos que me dan o me niegan; aquellos que me ponen obstáculos o me ayudan. Son las personas que amo y a las cuales estoy obligado; las personas a las cuales atiendo y sobre las cuales ejerzo una determinada influencia. Estos son los que reinan en mí.
Y así Dios sólo llega a cobrar cierto valor dentro de mi horizonte personal en tanto que Él logre vencer la resistencia que le oponen esas otras personas que reinan en mí; en la medida en que me reste para Él algo del tiempo que yo les dedico a los hombres; en la medida en que me sobre un poco de la atención que le dispenso a las necesidades de mi entorno; en la medida en que al estar bajo la influencia de esas otras personas no desaparezca en mi la sensación de que Dios realmente existe. Dios reina en mi siempre y cuando la conciencia que tengo de Él llegue a imponerse por encima de las personas que me rodean, deslizándose a través de ellas, por entre ellas…
Pero también hay cosas que tienen dominio sobre mí. Las cosas que ambiciono me gobiernan en virtud de la fuerza misma de la ambición; las cosas que me obstaculizan reinan en mí porque ellas suponen un obstáculo para mí; las cosas que me salen al encuentro en todas partes mandan sobre mí porque estimulan, inquietan y ocupan mi espíritu. Las cosas en general tienen autoridad sobre mí en virtud de que existen y colman todo el espacio, interno y externo. Son ellas en definitiva las que acaban reinando en mí y no Dios. Dios sólo reina en la medida en que esa multitud de cosas le deje un poco de espacio; un especio que se le despeje entre ellas o junto a ellas… En verdad, Dios no reina en mí. Hasta uno de esos árboles caídos que puedo encontrar en medio de mi camino parece tener más imperio sobre mí que Dios, ya que obliga a saltarlo o rodearlo.
¿Y qué pasa cuando es Dios quien reina en mí?
Yo sabría entonces que realmente Él existe… Pero esta certidumbre la experimentaría no como el resultado de un fatigoso ejercicio de mi imaginación que busca representarse cómo es ese reinado suyo, sino que yo lo sabría espontáneamente, lo intuiría en virtud de un encuentro continuo y vivo con Dios. Sabría que Él está antes que todo concepto y nombre humanos. Sabría de Él así como al contemplar un campo cubierto de flores en todo su esplendor y sentir su frescura hablo de lo que estoy experimentando, y al hablar sé lo que estoy diciendo. Así como al trabar contacto con un ser humano y conocerlo en profundidad sé cómo es, en lo bueno y en lo malo, con tales rasgos, con esta figura, con aquel paso, con tales y cuales sentimientos que alberga hacia mí, con esa fuerza de su espíritu…
Y Dios estaría en lo hondo de mi alma con el poder de su ser mismo; y estaría allí como punto de partida, como sentido y como meta de todo… Mi corazón y mi voluntad lo experimentarían como el Santo, aquel que juzga los valores y es el sentido de todo sentido; aquel que da la recompensa definitiva; aquel que da sentido a todo acontecimiento humano a pesar de su finitud… Su llamado llegaría a mí y yo percibiría, conmovido y gozoso, que mi persona humana no es nada más que el modo en el cual Dios me llama y el modo en yo debo responder a su llamado… Y así entonces mi conciencia estaría atenta y sabría cuál es su deber. Por este camino alcanzaría lo esencial, aquello que trasciende la mera “conciencia”: la santa comunión de amor entre Dios y mi sola persona.
Si todo esto se hiciese realidad y se desplegase en plenitud… eso sería el Reino de Dios. Pero en nosotros hay un reino de hombres; un reino de cosas; un reino de poderes, acontecimientos, instituciones e intereses terrenos. Ellos ocultan a Dios, lo apartan de mí. Sólo le permiten hacerse notar en ciertos descansos de la existencia, no en sus honduras, sino en sus orillas.

Guardini, Romano, El Señor. Meditaciones sobre la persona y la vida de Jesucristo, Lumen, Buenos Aires, 2000, p. 53.

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