¿Por *** qué murió Jesús?
La caída del hombre en la nada se consumó en la rebelión contra Dios y por lo tanto no podía acarrearle a la creatura más que quebrantos y desesperación. Jesús experimentó a fondo esa caída. Pero lo hizo con amor, con una conciencia lúcida, con una voluntad libre, con un corazón sensible. Tanto más grande es el aniquilamiento cuanto más grande es aquel que lo padece. Nadie murió como Cristo murió, porque Él mismo era la Vida. Nadie fue castigado por el pecado tal como lo fue Él, porque Él era el Puro. Nadie ha experimentado la caída en la nada mala como Él, hasta sentir y gustar aquella terrible realidad que se traduce en las palabras: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, porque Él era el Hijo de Dios (Mt 27, 46).
… Entonces Él, el Hijo infinitamente amado del Eterno Padre, descendió hasta el abismo absoluto, hasta el fondo del mal. Llegó hasta aquella nada de la cual debía surgir la nueva creación, la re-creatio, como decían los antiguos, la recreación de lo ya existente, de lo que había sido creado pero se estaba precipitando en la nada, encauzándolo hacia un hombre nuevo, un cielo y una tierra nuevos…
Cristo fue clavado en la cruz; y nadie llegará a comprender cabalmente cómo fue. En la medida en que una persona se haga cristiana y comience a amar al Señor empezará a tener algún vislumbre de este acontecimiento… Cómo en la cruz cesó todo hacer, todo trabajo, toda lucha. Cómo no hubo escapatoria ni reserva, sino que todo, cuerpo, corazón y espíritu, fue entregado a la hoguera de un padecimiento infinito, que todo lo colma; fue entregado a un juicio por la culpa asumida como propia, un juicio que se prolonga sin solución de continuidad hasta la muerte… Allí entonces Él alcanzó aquella hondura de la cual surge la nueva creación, convocada y llamada a la vida por la omnipotencia del amor.
… Entonces percibiremos que deberíamos salir de nosotros mismos; desasirnos de nosotros mismos; volvernos hacia Dios, hacia lo que es libertad y santidad. Pero no podemos hacerlo. Tiene que sobrevenir una fuerza que me capte y transforme hasta en aquella dimensión más íntima y lejana, y a la vez más propia, de mí persona…
… Por la muerte del Señor todo esto se ha convertido en realidad. Una realidad que ha transformado el mundo. Estar realmente vivos en la presencia de Dios es vivir nutriéndose de ella.
Si alguien preguntase: ¿Hay algo seguro? ¿Tan seguro que se pueda vivir y morir por ello? ¿Tan seguro que se pueda anclar todo en ello? La respuesta será entonces: el amor de Cristo… La vida nos enseña que esa dimensión fundante no pueden ser los hombres, aun cuando se tratase de los mejores y de los más queridos; tampoco la ciencia, ni la filosofía, ni el arte, ni cualquier otra cosa producida por fuerzas humanas. Tampoco la naturaleza, tan llena de profundos engaños; ni el tiempo ni el destino… Ni siquiera Dios a secas; ya que su ira se encendió por el pecado… Además, ¿cómo podríamos saber sin Cristo lo que hemos de esperar de Él? Por lo tanto, sólo el amor de Cristo es seguro. Ni siquiera podríamos decir: el amor de Dios, porque que Dios nos ama es algo que sabemos definitivamente sólo gracias a Cristo. Y aun cuando lo supiésemos sin Cristo, el amor también puede ser inexorable y tanto más duro cuanto más noble es. Dios ama también a través del perdón, y eso la sabemos recién por Cristo. Sí, lo único seguro es lo que se ha revelado en la cruz: la actitud que palpita allí, la fuerza que colma ese corazón. Es muy cierto lo que a menudo se proclama con aquellas palabras cuyo sentido no alcanzamos a agotar: que el corazón de Cristo es principio y fin de todo. Y todo lo que está fundado sólidamente -en lo que hace a vida eterna y muerte eterna- debe a Él su firmeza.
Guardini, Romano, El Señor. Meditaciones sobre la persona y la vida de Jesucristo, Lumen, Buenos Aires, 2000, p. 516.