1968 y 1989, decepción y desconcierto

Desde que apareció esta obra han pasado ya más de treinta años, en los que la historia universal ha discurrido a un ritmo muy veloz. Al mirar ahora atrás hay dos años, 1968 y 1989, que son como los señuelos distintivos de los últimos decenios del milenio pasado. En 1968 surge una nueva generación que no sólo considera escasa, repleta de injusticia, de egoísmo y de codicia la tarea de reconstrucción que siguió a la guerra, sino que juzga errado y fracasado todo el decurso histórico desde el triunfo del cristianismo. Ella quería hacer por fin las cosas mejor, implantar un mundo de libertad, de igualdad y de justicia, y estaba convencida de haber encontrado el mejor camino hacia esa meta en la gran corriente del pensamiento marxista. En 1989 se derrumban en Europa los regimenes socialistas, dejando la triste herencia de una tierra asolada y de un alma desecha. Los que esperaban que había llegado de nuevo la hora del mensaje cristiano, se vieron decepcionados. Aunque el número de los fieles cristianos a lo largo y ancho del mundo no es pequeño, el cristianismo no logró en ese momento histórico constituirse como una clara alternativa a lo existente. Lo que realmente sucedía en el fondo era que el único mojón hacia el futuro con motivaciones éticas y conforme con la imagen científica del mundo que entonces se veía era la doctrina de salvación marxista en sus diversas e instrumentadas variantes. Por eso, tras el shock de 1989 no se limitó a abdicar. Pensemos solamente en lo poco que se habla de los horrores de los gulags comunistas, hasta qué punto la voz de Soljenitisin ha caído en el olvido: de todo esto no se habla absolutamente nada. Lo impide una especie de vergüenza; incluso el régimen asesino de Pol Pot sólo se menciona ocasionalmente y de pasada. Pero dos cosas siguen ahí en pie: por un lado la decepción y por otro el desconcierto. Ya nadie confía en grandes promesas morales, y en el marxismo se había visto una de ellas. De lo que se trata es de que haya justicia para todos, de que haya paz, de que desaparezcan todas las relaciones injustas de dominio y así sucesivamente. Se creyó que, para conseguir todo esto, había que prescindir de los fundamente éticos y que se podía echar mano del terror como medio para el bien. Tras haber visto, al menos por un instante, los campos de ruinas de la humanidad que siguieron a este planteamiento, se prefiere volver a lo pragmático o decantarse abiertamente por el desprecio de lo ético. Un ejemplo bien trágico lo tenemos en Colombia, donde con visos marxistas primero se inició una guerra para liberar a los pequeños campesinos, que luego fue asumida por los grandes capitales advenedizos. En vez de eso, lo que hoy tenemos es pura y simplemente una república de rebeldes desligada del poder del Estado, que vive claramente del negocio de la droga y que se justifica diciendo que satisface la demanda de los países ricos y da pan a unos hombres que, de otro modo, nada tendrían que buscar en el ordenamiento económico actual. ¿Acaso el cristianismo, en una situación de desconcierto como ésta, no ha de intentar con toda la seriedad posible recuperar su voz para «introducir» al nuevo milenio en su mensaje, para que la gente vea en él un indicador común hacia el futuro?

Prólogo a la nueva edición del año 2000 de Introducción al cristianismo, Benedicto XVI, Sígueme, Salamanca, p. 17.

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