¿Cómo es Dios?

¿Qué significa, entonces, nombre de Dios? Tal vez podamos comprender de la manera más breve de qué se trata, partiendo de los opuesto. El Apocalipsis habla del adversario de Dios, de la bestia. La bestia, el poder adverso, no lleva un nombre, sino un número: «666 es su número», dice el vidente (13, 18). Es un número y convierte a la persona en un número. Los que hemos vivido el mundo de los campos de concentración sabemos a qué equivale eso: su horror se basa precisamente en que borra el rostro, en que cancela la historia, en que hace de los hombres números, piezas recambiables de una gran máquina. Uno es lo que es su función, nada más. Hoy hemos de temer que los campos de concentración fuesen solamente un preludio; que el mundo, bajo la ley universal de la máquina, asuma en su totalidad la estructura de campo de concentración. Pues si sólo existen funciones, entonces el hombre no es tampoco nada más. Las máquinas que él ha montado le imponen ahora su propia ley. Debe llegar a ser legible por la computadora, y eso sólo resulta posible si es traducido al lenguaje de los números. Todo lo demás carece de sentido en él. Lo que no es función no es nada. La bestia es número y convierte en número. Dios, en cambio, tiene un nombre y nos llama por nuestro nombre. Es persona y busca a la persona. Tiene un rostro y busca nuestro rostro. Tiene un corazón y busca nuestro corazón. Nosotros no somos para él función en una maquinaria cósmica, sino que son justamente los suyos los faltos de función. Nombre equivale a aptitud para ser llamado, equivale a comunidad. Por eso Cristo es el verdadero Moisés, la culminación de la revelación del nombre. No trae una nueva palabra como nombre; hace algo más: él mismo es el rostro de Dios, la invocabilidad de Dios en cuanto tú,  en cuanto persona, en cuanto corazón

El Dios de los cristianos, Benedicto XVI, Sígueme, Salamanca, 2005, p. 22.
Orar, p.40

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