SPE 2-1 SALVI

30. Resumamos lo que hasta ahora ha aflorado en el desarrollo de nuestras reflexiones. A lo largo de su existencia, el hombre tiene muchas esperanzas, más grandes o más pequeñas, diferentes según los períodos de su vida. A veces puede parecer que una de estas esperanzas lo llena totalmente y que no necesita de ninguna otra. En la juventud puede ser la esperanza del amor grande y satisfactorio; la esperanza de cierta posición en la profesión, de uno u otro éxito determinante para el resto de su vida. Sin embargo, cuando estas esperanzas se cumplen, se ve claramente que esto, en realidad, no lo era todo. Está claro que el hombre necesita una esperanza que vaya más allá. Es evidente que sólo puede contentarse con algo infinito, algo que será siempre más de lo que nunca podrá alcanzar. En este sentido, la época moderna ha desarrollado la esperanza de la instauración de un mundo perfecto que parecía poder lograrse gracias a los conocimientos de la ciencia y a una política fundada científicamente. Así, la esperanza bíblica del reino de Dios ha sido reemplazada por la esperanza del reino del hombre, por la esperanza de un mundo mejor que sería el verdadero « reino de Dios ». Esta esperanza parecía ser finalmente la esperanza grande y realista, la que el hombre necesita. Ésta sería capaz de movilizar -por algún tiempo- todas las energías del hombre; este gran objetivo parecía merecer todo tipo de esfuerzos. Pero a lo largo del tiempo se vio claramente que esta esperanza se va alejando cada vez más. Ante todo se tomó conciencia de que ésta era quizás una esperanza para los hombres del mañana, pero no una esperanza para mí. Y aunque el « para todos » forme parte de la gran esperanza -no puedo ciertamente llegar a ser feliz contra o sin los otros-, es verdad que una esperanza que no se refiera a mí personalmente, ni siquiera es una verdadera esperanza. También resultó evidente que ésta era una esperanza contra la libertad, porque la situación de las realidades humanas depende en cada generación de la libre decisión de los hombres que pertenecen a ella. Si, debido a las condiciones y a las estructuras, se les privara de esta libertad, el mundo, a fin de cuentas, no sería bueno, porque un mundo sin libertad no sería en absoluto un mundo bueno. Así, aunque sea necesario un empeño constante para mejorar el mundo, el mundo mejor del mañana no puede ser el contenido propio y suficiente de nuestra esperanza. A este propósito se plantea siempre la pregunta: ¿Cuándo es « mejor » el mundo? ¿Qué es lo que lo hace bueno? ¿Según qué criterio se puede valorar si es bueno? ¿Y por qué vías se puede alcanzar esta « bondad »?

31. Más aún: nosotros necesitamos tener esperanzas -más grandes o más pequeñas-, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar. De hecho, el ser agraciado por un don forma parte de la esperanza. Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto. Su reino no es un más allá imaginario, situado en un futuro que nunca llega; su reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza. Sólo su amor nos da la posibilidad de perseverar día a día con toda sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que por su naturaleza es imperfecto. Y, al mismo tiempo, su amor es para nosotros la garantía de que existe aquello que sólo llegamos a intuir vagamente y que, sin embargo, esperamos en lo más íntimo de nuestro ser: la vida que es « realmente » vida. Trataremos de concretar más esta idea en la última parte, fijando nuestra atención en algunos « lugares » de aprendizaje y ejercicio práctico de la esperanza.

« Lugares » de aprendizaje y del ejercicio de la esperanza

I. La oración como escuela de la esperanza

32. Un lugar primero y esencial de aprendizaje de la esperanza es la oración. Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme -cuando se trata de una necesidad o de una expectativa que supera la capacidad humana de esperar-, Él puede ayudarme.25 Si me veo relegado a la extrema soledad...; el que reza nunca está totalmente solo. De sus trece años de prisión, nueve de los cuales en aislamiento, el inolvidable Cardenal Nguyen Van Thuan nos ha dejado un precioso opúsculo: Oraciones de esperanza. Durante trece años en la cárcel, en una situación de desesperación aparentemente total, la escucha de Dios, el poder hablarle, fue para él una fuerza creciente de esperanza, que después de su liberación le permitió ser para los hombres de todo el mundo un testigo de la esperanza, esa gran esperanza que no se apaga ni siquiera en las noches de la soledad.

33. Agustín ilustró de forma muy bella la relación íntima entre oración y esperanza en una homilía sobre la Primera Carta de San Juan. Él define la oración como un ejercicio del deseo. El hombre ha sido creado para una gran realidad, para Dios mismo, para ser colmado por Él. Pero su corazón es demasiado pequeño para la gran realidad que se le entrega. Tiene que ser ensanchado. « Dios, retardando [su don], ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz [de su don] ». Agustín se refiere a san Pablo, el cual dice de sí mismo que vive lanzado hacia lo que está por delante (cf. Flp 3,13). Después usa una imagen muy bella para describir este proceso de ensanchamiento y preparación del corazón humano. « Imagínate que Dios quiere llenarte de miel [símbolo de la ternura y la bondad de Dios]; si estás lleno de vinagre, ¿dónde pondrás la miel? » El vaso, es decir el corazón, tiene que ser antes ensanchado y luego purificado: liberado del vinagre y de su sabor. Eso requiere esfuerzo, es doloroso, pero sólo así se logra la capacitación para lo que estamos destinados.26 Aunque Agustín habla directamente sólo de la receptividad para con Dios, se ve claramente que con este esfuerzo por liberarse del vinagre y de su sabor, el hombre no sólo se hace libre para Dios, sino que se abre también a los demás. En efecto, sólo convirtiéndonos en hijos de Dios podemos estar con nuestro Padre común. Rezar no significa salir de la historia y retirarse en el rincón privado de la propia felicidad. El modo apropiado de orar es un proceso de purificación interior que nos hace capaces para Dios y, precisamente por eso, capaces también para los demás. En la oración, el hombre ha de aprender qué es lo que verdaderamente puede pedirle a Dios, lo que es digno de Dios. Ha de aprender que no puede rezar contra el otro. Ha de aprender que no puede pedir cosas superficiales y banales que desea en ese momento, la pequeña esperanza equivocada que lo aleja de Dios. Ha de purificar sus deseos y sus esperanzas. Debe liberarse de las mentiras ocultas con que se engaña a sí mismo: Dios las escruta, y la confrontación con Dios obliga al hombre a reconocerlas también. « ¿Quién conoce sus faltas? Absuélveme de lo que se me oculta », ruega el salmista (19[18],13). No reconocer la culpa, la ilusión de inocencia, no me justifica ni me salva, porque la ofuscación de la conciencia, la incapacidad de reconocer en mí el mal en cuanto tal, es culpa mía. Si Dios no existe, entonces quizás tengo que refugiarme en estas mentiras, porque no hay nadie que pueda perdonarme, nadie que sea el verdadero criterio. En cambio, el encuentro con Dios despierta mi conciencia para que ésta ya no me ofrezca más una autojustificación ni sea un simple reflejo de mí mismo y de los contemporáneos que me condicionan, sino que se transforme en capacidad para escuchar el Bien mismo.

34. Para que la oración produzca esta fuerza purificadora debe ser, por una parte, muy personal, una confrontación de mi yo con Dios, con el Dios vivo. Pero, por otra, ha de estar guiada e iluminada una y otra vez por las grandes oraciones de la Iglesia y de los santos, por la oración litúrgica, en la cual el Señor nos enseña constantemente a rezar correctamente. El Cardenal Nguyen Van Thuan cuenta en su libro de Ejercicios espirituales cómo en su vida hubo largos períodos de incapacidad de rezar y cómo él se aferró a las palabras de la oración de la Iglesia: el Padrenuestro, el Ave María y las oraciones de la Liturgia.27 En la oración tiene que haber siempre esta interrelación entre oración pública y oración personal. Así podemos hablar a Dios, y así Dios nos habla a nosotros. De este modo se realizan en nosotros las purificaciones, a través de las cuales llegamos a ser capaces de Dios e idóneos para servir a los hombres. Así nos hacemos capaces de la gran esperanza y nos convertimos en ministros de la esperanza para los demás: la esperanza en sentido cristiano es siempre esperanza para los demás. Y es esperanza activa, con la cual luchamos para que las cosas no acaben en un « final perverso ». Es también esperanza activa en el sentido de que mantenemos el mundo abierto a Dios. Sólo así permanece también como esperanza verdaderamente humana.

II. El actuar y el sufrir como lugares de aprendizaje de la esperanza

35. Toda actuación seria y recta del hombre es esperanza en acto. Lo es ante todo en el sentido de que así tratamos de llevar adelante nuestras esperanzas, más grandes o más pequeñas; solucionar éste o aquel otro cometido importante para el porvenir de nuestra vida: colaborar con nuestro esfuerzo para que el mundo llegue a ser un poco más luminoso y humano, y se abran así también las puertas hacia el futuro. Pero el esfuerzo cotidiano por continuar nuestra vida y por el futuro de todos nos cansa o se convierte en fanatismo, si no está iluminado por la luz de aquella esperanza más grande que no puede ser destruida ni siquiera por frustraciones en lo pequeño ni por el fracaso en los acontecimientos de importancia histórica. Si no podemos esperar más de lo que es efectivamente posible en cada momento y de lo que podemos esperar que las autoridades políticas y económicas nos ofrezcan, nuestra vida se ve abocada muy pronto a quedar sin esperanza. Es importante sin embargo saber que yo todavía puedo esperar, aunque aparentemente ya no tenga nada más que esperar para mi vida o para el momento histórico que estoy viviendo. Sólo la gran esperanza-certeza de que, a pesar de todas las frustraciones, mi vida personal y la historia en su conjunto están custodiadas por el poder indestructible del Amor y que, gracias al cual, tienen para él sentido e importancia, sólo una esperanza así puede en ese caso dar todavía ánimo para actuar y continuar. Ciertamente, no « podemos construir » el reino de Dios con nuestras fuerzas, lo que construimos es siempre reino del hombre con todos los límites propios de la naturaleza humana. El reino de Dios es un don, y precisamente por eso es grande y hermoso, y constituye la respuesta a la esperanza. Y no podemos -por usar la terminología clásica- « merecer » el cielo con nuestras obras. Éste es siempre más de lo que merecemos, del mismo modo que ser amados nunca es algo « merecido », sino siempre un don. No obstante, aun siendo plenamente conscientes de la « plusvalía » del cielo, sigue siendo siempre verdad que nuestro obrar no es indiferente ante Dios y, por tanto, tampoco es indiferente para el desarrollo de la historia. Podemos abrirnos nosotros mismos y abrir el mundo para que entre Dios: la verdad, el amor y el bien. Es lo que han hecho los santos que, como « colaboradores de Dios », han contribuido a la salvación del mundo (cf. 1 Co 3,9; 1 Ts 3,2). Podemos liberar nuestra vida y el mundo de las intoxicaciones y contaminaciones que podrían destruir el presente y el futuro. Podemos descubrir y tener limpias las fuentes de la creación y así, junto con la creación que nos precede como don, hacer lo que es justo, teniendo en cuenta sus propias exigencias y su finalidad. Eso sigue teniendo sentido aunque en apariencia no tengamos éxito o nos veamos impotentes ante la superioridad de fuerzas hostiles. Así, por un lado, de nuestro obrar brota esperanza para nosotros y para los demás; pero al mismo tiempo, lo que nos da ánimos y orienta nuestra actividad, tanto en los momentos buenos como en los malos, es la gran esperanza fundada en las promesas de Dios.

36. Al igual que el obrar, también el sufrimiento forma parte de la existencia humana. Éste se deriva, por una parte, de nuestra finitud y, por otra, de la gran cantidad de culpas acumuladas a lo largo de la historia, y que crece de modo incesante también en el presente. Conviene ciertamente hacer todo lo posible para disminuir el sufrimiento; impedir cuanto se pueda el sufrimiento de los inocentes; aliviar los dolores y ayudar a superar las dolencias psíquicas. Todos estos son deberes tanto de la justicia como del amor y forman parte de las exigencias fundamentales de la existencia cristiana y de toda vida realmente humana. En la lucha contra el dolor físico se han hecho grandes progresos, aunque en las últimas décadas ha aumentado el sufrimiento de los inocentes y también las dolencias psíquicas. Es cierto que debemos hacer todo lo posible para superar el sufrimiento, pero extirparlo del mundo por completo no está en nuestras manos, simplemente porque no podemos desprendernos de nuestra limitación, y porque ninguno de nosotros es capaz de eliminar el poder del mal, de la culpa, que -lo vemos- es una fuente continua de sufrimiento. Esto sólo podría hacerlo Dios: y sólo un Dios que, haciéndose hombre, entrase personalmente en la historia y sufriese en ella. Nosotros sabemos que este Dios existe y que, por tanto, este poder que « quita el pecado del mundo » (Jn 1,29) está presente en el mundo. Con la fe en la existencia de este poder ha surgido en la historia la esperanza de la salvación del mundo. Pero se trata precisamente de esperanza y no aún de cumplimiento; esperanza que nos da el valor para ponernos de la parte del bien aun cuando parece que ya no hay esperanza, y conscientes además de que, viendo el desarrollo de la historia tal como se manifiesta externamente, el poder de la culpa permanece como una presencia terrible, incluso para el futuro.

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