Todo ser humano tiene que «creer» de algún modo.
Recordemos la contraposición que establece Martin Heidegger al hablar de la dualidad entre el pensamiento matemático y el pensamiento conceptual. Ambas formas de pensar son legítimas y necesarias, pero justamente por ello ninguna puede disolverse en la otra. Deben existir las dos: el pensar matemático, que tiene que ver con la factibilidad, y el pensar conceptual, que se pregunta por el sentido. No creemos que el filósofo de Friburgo se equivoque totalmente cuando manifiesta su temor de que, en un momento en que el pensamiento matemático triunfa por doquier, el hombre se vea amenazado, quizá más que antes, por la falta de ideas, por la renuncia a pensar. Por ejemplo, en el siglo XIII, un gran teólogo franciscano como san Buenventura echaba en cara a sus colegas de la facultad de París que habían aprendido a medir el mundo, pero que habían olvidado cómo medirse a sí mismos. Es decir, podemos afirmar que la fe, en el sentido del credo, no es una forma imperfecta de saber, una opinión que el hombre puede o debe remover con el saber factible. Es más bien, y esencialmente, una forma de actitud espiritual, que existe como propia y autónoma junto al saber factible, pero que no se refiere a él ni de él se deduce. Pues la fe no está subordinada ni a lo factible ni a lo hecho, aunque tenga algo que ver con ambos, sino al ámbito de las grandes decisiones a cuya responsabilidad no puede sustraerse el hombre y que, en rigor, sólo se pueden realizar de una forma. A esta forma la llamamos fe. Me parece ineludible ver con absoluta claridad cómo cada hombre tiene que tomar postura de algún modo en el terreno de las decisiones fundamentales; y esto sólo puede hacerse en forma de fe. Hay un terreno en el que no cabe otra respuesta que la de la fe, a la que nadie puede sustraerse. Todo ser humano tiene que «creer» de algún modo.
Ratzinger, Joseph (Benedicto XVI), Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca, 2005, p. 64.