Atrevernos a hablarle y llamarle: «Tú» y «Padre»?
Cuando esto advertimos, reconocemos al punto el profundo acierto de los antiguos, cuando afirmaban que la relación objetiva entre Dios y el hombre exige
que el hombre dirija también directamente su mirada a Dios, conociéndole, reconociéndole, creyendo, adorando, esperando y amando, sin contentarse con honrarle indirectamente con meros actos terminados a las creaturas. Porque Dios es cognoscible por sus obras, aunque siga siendo el incomprensible, y como tal se nos revele, lo mismo que nos son incomprensibles todas sus obras. Dios nos ha hablado en su Hijo, si bien sólo con palabras de hombre podía hablarnos del Padre. Dios nos ha dado su espíritu y lo ha infundido en nuestro corazón, si bien de ello sabemos sólo lo que el Hijo nos ha querido revelar. ¿Por qué, pues, no levantar nuestra mirada hasta Él y abrir en su presencia nuestro corazón y nuestra boca, y confesarle de modo expreso y patente, y darle el honor, y atrevernos a hablarle y llamarle: «Tú» y «Padre»?
Rahner, Karl, De la necesidad y don de la oración, Ediciones Mensajero, Bilbao, 2004, p. 43.