Dame que yo me deje amar por Ti; porque aun esto es don Tuyo
Una cosa queda por declarar de este amor de Dios para que no sea mal comprendido. Verdad es que en mayor o menor grado vibra en el altar del corazón de todo hombre la llama del impulso a olvidarse de sí, a entregarse al más alto (esto aun en la rencorosa llama del perdido y desesperado que no puede amar); pero esta llama no es aún por sí sola el amor a Dios, ni aun por el solo hecho de subir hacia Aquél que llama su Dios. Tal impulso hacia arriba sólo entonces es amor cristiano cuando Dios lo salva con su gracia. Esto quiere decir dos cosas. Primero, que Dios ha de preservar este altísimo vuelo del hombre (preservarlo, salvarlo) de constituirse en una suprema expresión de soberbia, en pretensión loca de hacerse por su propio esfuerzo semejante a Dios, o en centelleante impaciencia de arrebatar para sí a Dios. Sólo cuando la inaccesible majestad y santidad del Dios eterno se abaja al hombre; cuando el hombre, para su gran bien, se hunde en adoración ante el lejano Dios, y postra ante Él su propio anhelo de cercanías de Dios rendido a toda disposición divina, y preguntando si se le permite acercarse, sólo entonces arde pura la llama de su anhelo de Dios. Pero esto le es únicamente posible al hombre por gracia de Aquél que era el Hijo en el más íntimo santuario del Padre, y con todo vino a los maldecidos campos de esta tierra en traje de siervo, para servir al Señor en silencio y obediencia.
Y todavía más. Ni siquiera la pura y simple subida a lo alto de esta llama sería por sí sola el amor que quiere Dios de nosotros, porque éste tiene que sernos dado por Él. El más depurado anhelo del hombre hacia el Dios infinito alcanzaría por sí solo muy de lejos al inaccesible. El que podamos más, el que nos pongamos ante su acatamiento, el que nos sea dado (como contenido de vida eterna) contemplarle como Él es, tener parte en su íntimo amor, ello es la acción de su amor; ello es sólo posible porque Él mismo ha derramado con el Santo Espíritu el último y absoluto amor en nuestros corazones; en estos corazones nuestros, que eran de sí impotencia, pecado y vacío. Ello es sólo posible porque ha venido Él a nosotros, porque se ha verificado lo incomprensible de su amor, que se ha volcado y perdido allí donde nada había digno de tal amor ni capaz de provocarlo.
No subimos nosotros a El, sino El bajó a nosotros. Si nosotros podemos buscarle con nuestro amor, es porque Él nos encontró ya antes y nuestro amor no es otra cosa que el tembloroso dejar hacer de su amor, que nos incardina a nosotros en el corazón de Dios. Se nos pide el supremo acto de que somos capaces (¿qué otro nombre podría tener que el de amor?), pero quedaría tan lejos de Él como todo lo demás, si no lo hubiera transformado por modo misterioso su amor en aquello que es propia y verdaderamente amor, el amor que llena las eternidades de Dios y del hombre redimido. Y por ello sólo entonces le amamos de verdad a Él, cuando no perdemos de vista que nuestro amor es su amor, que se hizo nuestro cuando la lanza del hombre, hijo de ira, atravesó el corazón de Dios, e hizo que manara de allí aquel amor sobre el mundo vacío de Dios. Por ello nuestra oración de amor ha de ser siempre en última expresión un: «Tú me amas» subrayado con la súplica trémula: «Dame que yo me deje amar por Ti; porque aun esto es don tuyo».
Rahner, Karl, De la necesidad y don de la oración, Ediciones Mensajero, Bilbao, 2004, p. 49.