Dios nos visita con el dolor o con la alegría
Y cuando en medio de este desengaño de todo lo de acá, que todo cristiano debe vivir, sentimos que sólo uno es capaz de recoger ese nuestro ser total, que queremos entregar en un incontenible impulso de amor; cuando soportamos a pie firme ese profundo y total desengaño de todo, sin desesperación y sin ilusión; entonces comenzamos a amar a Dios. Suspiramos por algo, y no sabemos a punto fijo qué es, pero estamos bien seguros de que es algo que el mundo no nos puede dar. Y a este desconocido ser, ansiado y amado, debemos darle, con exclusión de todo otro ser, su propio nombre: Dios. Así despierta espontáneamente el amor a Dios en nuestra alma; casi sin advertirlo, suspira el hombre por el Dios de su corazón y por su participación en la eternidad. Así, suave y espontáneamente, comienza a buscar a Aquel Único que permanece cuando todo se hunde, a Aquel Único que nos envuelve y nos ama, al Dios de los deseos de nuestro pobre corazón.
Otras veces no es este desengaño de las cosas de acá lo que despierta en nosotros el amor de Dios, sino una alegría agradecida y tranquila. Un alma buena sale a nuestro encuentro; nos han hecho un favor; nos vemos de pronto aliviados de un grave temor o de un duro trabajo, o por otras mil maneras nuestra alma se siente de pronto inundada de una sosegada alegría. Casi sin darnos cuenta, presentimos que detrás de este pequeño acontecimiento hay otro mayor invisible; que este destello de gozo es sólo centella de una luz eterna. Experimentamos con corazón agradecido cuan sin ruido ha pasado Dios a nuestro lado y nos ha bendecido. Nos llena y dilata suavemente un aprender de nuevo que Él es bueno y grande y lleno de misericordia. Su cercanía nos envuelve y su bendición despierta en nosotros el amor.
Cuando Dios nos visita así, con el dolor o con la alegría, cuando se despierta así su amor en nuestra alma, debemos ponernos a tono con ese impulso que remueve los fondos de nuestro ser. No hemos de dejar que el vocerío del mundo, la distracción del ánimo u otros afanes de tierra, apaguen de nuevo en nosotros el eco de la voz de Dios, de esa voz que se insinúa con una tenue y silenciosa ansia de Dios y se explaya luego en palabras de amor. Todo en nosotros ha de hacer coro al sostenido orar de nuestro incansable corazón: ¡Oh Dios! Tú el cercano, el grande. Tú mi Dios. Tú eres el solo bueno. Yo te amo.
Rahner, Karl, De la necesidad y don de la oración, Ediciones Mensajero, Bilbao, 2004, p. 52.