La gozosa certeza de que primero nos amó Dios
Y este amor de Dios se estremece con la gozosa certeza de que primero nos amó Él, y de que en todo momento responde a la llamada del amor, que sube hasta su corazón desde este valle de lo caduco y de la muerte.
El amor no piensa en sí, es delicado y fiel; ama a Dios por Él mismo y no por la paga, pues él se es a sí mismo bastante paga. Aguanta en las horas turbias, sobrepuja amarguras; las aguas de la aflicción no llegan a apagarlo; es callado y no gusta de muchas palabras; porque el amor grande es casto y recatado. Valiente y confiado, y con todo respetuoso, odia la plebeya confianza y descorteses maneras ante el incomprensible Dios, pues no es amor a un cualquiera, sino amor a todo un Dios. El amor es un adherirse a otro, un darse todo a otro; por ello todo lo noble e indeciblemente sabroso encerrado en lo supremo y último que un corazón amante puede hacer, deriva de aquello que se ama. Por ello es tan supereminentemente santo y grande el amor de Dios; por ello es inextinguible.
Este amor toca en efecto a Dios, a Él, al Infinito, al incomprensible; al Dios tan cercano al corazón, al santo, al adorado. Amamos a Aquél ante cuyo espíritu estamos presentes desde toda eternidad, el que llama a cada uno por su nombre; a El, al Hacedor nuestro, Señor, principio y fin nuestro; al eterno e infinito Padre, e Hijo y Espíritu Santo; al solo y uno Dios. Le amamos a Él, al que nos amó primero, nos dio ser y vida, en el que vivimos, nos movemos y somos; a Él, el que nos sigue aún amando cuando le odiamos, que hace alzarse al sol sobre nuestros pecados; a Él, longánime, fiel, sabio, el Dios de nuestro corazón y nuestra porción en la eternidad; a Él, el solo bueno.
Cuanto más distante su infinitud de nuestra nada, tanto más espolea la osadía de nuestro amor. Cuanto más absolutamente colgada nuestra problemática existencia de sus inescrutables decretos, tanto más incondicional y confiada la tremenda entrega de nuestro propio ser en el amado Dios. Cuanto más fascinadora su santa belleza y bondad, tanto más se alza su amor por encima de todo lo que nosotros queremos aún denominar amor. Cuanto más Él nos visita con su cercanía santificante, divinizadora; cuanto más es Él para nosotros padre, madre, hermano y hermana, tanto más confiada se hace la ungida delicadeza de nuestro amor. Cuanto más anonadantes son sus caminos y juicios, tanto es mayor la santificante consolación de nuestro amor. Y tanto más fuertemente amamos a Dios cuanto menos le comprendemos y más candente penetra en las últimas fibras de nuestra alma el sentimiento de nuestra obtusa impotencia delante de Él. El grito del corazón: «¡Dios mío, yo te amo!», puede compendiar la más santa acción del hombre, lo más grande del hombre, el misterio de su amor al Dios infinito.
Rahner, Karl, De la necesidad y don de la oración, Ediciones Mensajero, Bilbao, 2004, p. 48.