Padre nuestro

Si en la soledad de nuestro corazón sepultado bajo ruinas descubriéramos que este pobre corazón lleva en sí la infinitud. Si comenzáramos entonces a decir bajito: Padre nuestro que estás en el cielo de mi corazón, aunque él más parezca un infierno. Santificado sea tu Nombre; sea invocado en la mortal calma de mi necia mudez. Venga a nosotros tu Reino, cuando todo nos desampara.
Hágase tu Voluntad, aunque nos mate, porque ello es la vida, y lo que en la tierra parece un ocaso es en el cielo el amanecer de tu vida. El pan nuestro de cada día dánosle hoy; haz, te rogamos, que nunca nos cambiemos a nosotros por Ti, ni en la hora en que Tú estás cerca de nosotros, sino que, al menos en nuestra hambre, advirtamos que somos pobres e intrascendentes criaturas. Absuélvenos de nuestras ofensas y cúbrenos con tu escudo en la tentación contra la culpa y el asalto temido, que no hay propiamente más que uno: el que nos empuja a no creer en Ti y en lo incomprensible de tu amor. Mas líbranos de nosotros mismos, líbranos y sálvanos; introdúcenos libres en tu libertad y en tu vida...

Rahner, Karl, De la necesidad y don de la oración, Ediciones Mensajero, Bilbao, 2004, p. 25.

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