Una **** cosa puedes siempre, a lo menos: clamar de rodillas
Si crees que tu corazón no puede orar, ora con la boca, arrodíllate, junta tus manos, habla en alta voz. Aun en el caso de que todo ello se te represente como una mentira; es sólo la desesperada defensa de tu incredulidad ya sentenciada a muerte. Reza y di: «Credo Domine», creo, Señor, ayuda mi incredulidad. Soy impotente, ciego, muerto. Pero Tú eres poderoso, Tú eres luz y vida, y me has vencido ya mucho tiempo ha con la mortal impotencia y angustia de tu Hijo.
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Una cosa puedes siempre, a lo menos: clamar de rodillas y con la boca; golpear con tus gemidos la noche impotente y sin horizontes de tu desierto corazón; gritar tus anhelos de Dios.
Una cosa puedes, que todos debemos hacer: orar.
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Algo queda aún por decir. Esta lejanía de Dios no sería el amanecer de Dios dentro del muerto y hundido corazón, si el Hijo del Hombre, que es el Hijo del Padre, no hubiera padecido y practicado con nosotros, por nosotros y antes de nosotros, esto mismo en su corazón. Pero El lo ha padecido y realizado cabalmente en sí mismo. Fue en el Huerto, de cuyos frutos quisieron
los hombres cosechar el óleo de la alegría, y que en realidad se convirtió en un paraíso perdido. Yacía allí, el rostro pegado en tierra; la muerte había subido hasta su corazón, al corazón vivo del mundo. El cielo cerrado y el mundo como un monstruoso sepulcro. Él solo, allí hundido bajo el peso de la culpa y desesperanza del mundo. El ángel, que se dejó ver como una figura de la muerte, le alargaba por todo alivio el cáliz de amargura. Entró en la agonía. La tierra sorbió mala y codiciosa las gotas de sangre de su angustia mortal. Dios lo envolvía todo como una noche que no promete un mañana. Un hilo le separaba de la muerte. Y en
este invadeable silencio de muerte (los hombres dormían, cargados sus ojos de tristeza); en este silencio de muerte, única huella que aún quedaba de Dios, se alzó tenue la voz del Hijo. Cada momento parecía querer ahogarla. Pero se dio el gran milagro: la voz se mantuvo firme. El Hijo pronunció con esa voz tenue, como la voz de un difunto, la sublime palabra: «Padre -dijo en lo íntimo de su abandono-, hágase tu voluntad.» Y encomendó con indecible valor su deshecha alma en las manos de este Padre.
Desde entonces está también nuestra pobre alma puesta en las manos de este Dios, de este Padre, cuya sentencia de muerte de entonces se ha tornado amor. Desde entonces está curada nuestra desesperación, el vacío de nuestro corazón es plenitud, y la lejanía de Dios se ha tornado en Patria. Si oramos con el Hijo y repetimos en la cansada noche de nuestro corazón su oración del Huerto, en pura fe, ninguna tempestad de emociones deleitosas
nos inundará al pronto al pronunciarse misteriosamente en lo profundo de nuestro corazón como palabras nuestras sus mismas palabras. Pero la gracia y la fuerza llegarán. Cada día nos llegarán. Hasta cuando Dios quiera. Y esto basta. Él sabe bien cuándo y dónde estará nuestro corazón bastante purificado (y puede estarlo un poco ya sobre la tierra) para sobrellevar la deslumbrante aurora de su beatitud; Él cala este pobre corazón, que comparte ahora en fe en Jesucristo, y con Él, la noche, que para el creyente no es otra cosa que tinieblas que ofuscan nuestros ojos, tinieblas de la superefluente luz de Dios; noche celestial, porque Dios ha nacido de verdad en nuestro corazón.
Rahner, Karl, De la necesidad y don de la oración, Ediciones Mensajero, Bilbao, 2004, p. 23.