¡Haz que yo te ame, Dios mío!

Así, pues, oraremos: «¡Haz que yo te ame, Dios mío! ¿Qué tengo yo en el cielo y qué, fuera de Ti, sobre la tierra? Tú, Dios de mi corazón y mi porción en la eternidad. Que yo me adhiera a Ti. Se Tú, Señor amado, el centro de mi corazón; límpialo para que te ame. Mi dicha sea tu felicidad, tu belleza, tu bondad, tu santidad. Está siempre a mi lado, y cuando sea tentado de dejarte, entonces, ¡Dios mío!, Tú no me dejes. Una sola cosa te pido: tu amor. Que crezca en mí. Tu amor es lo supremo, lo definitivo y nunca cesa, y sin él yo nada soy. Llegue yo, al fin, a estar unido a Ti por el amor para siempre.»

Rahner, Karl, De la necesidad y don de la oración, Ediciones Mensajero, Bilbao, 2004, p. 55.

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