Herido por tu luz
El cristiano de hoy realiza en general su ser cristiano personal a través de su existencia después del bautismo. El bautismo está al comienzo de su vida; la transparencia de la misericordia del Señor ilumina el comienzo de los caminos de su vida aún antes que él la haya emprendido. Y el que sabe lo que son las cosas de Dios y lo que son las del hombre, hallará esto justificado. Pero con ello no se le ha quitado al hombre el correr, la lucha y el ataque de la parte del poder de las tinieblas. No se le ha ahorrado sino se le ha convertido en alta y decisiva misión de su vida: irse haciendo lo que ya es desde el bautismo: un cristiano.
Pero esto significa encontrarse e ir a una con Dios en espíritu y corazón en la decisión de su más íntimo ser; encontrarse con Dios, el Dios de la tremenda majestad, el Dios de la justicia juzgadora, el Dios de la incomprensible misericordia y gracia, el Dios que se nos hizo visible en la faz de Jesús, que se manifestó en la humanidad y en la cruz y se sienta en las alturas a la diestra del Padre, y derrama su Espíritu Santo sobre toda carne.
Y en este drama del encuentro de Dios y el hombre, que comienza después del bautismo del recién nacido y decide para una eternidad, puede darse en los cristianos bautizados un acto, en el que el hombre vaga lejos de Dios en la vanidad de su corazón, se hace hombre de tierra y carne, hombre «honrado», quizá de porte externo impecable, que nunca viene en conflicto con la policía ni con la Moral cotidiana barata (¡tan tolerante!), pero que no tiene idea ni lejana de la inexorable santidad de Dios; que entre inconsciente y culpable traspasa el mandamiento de Dios del que pende la vida y la muerte; que prescribe a Dios hasta qué punto debe tomar en serio el mismo Dios lo que entra como constitutivo en la vida corriente del hombre, a saber: el ímpetu ciego de la juventud; los compromisos forzados por la realidad de la vida en la edad madura, entre lo que se debía ser y lo que (por fuerza e inevitablemente) hay que ser; los años aquellos en que (no sabe uno mismo cómo fue) se dio un viraje en la práctica del cristianismo de Iglesia y Sacramentos, en que la fe y lo demás (sólo se puede constatar con un movimiento de hombros, como un hecho que pasa, no como algo decidido a conciencia), simplemente hubo un momento en que no existían ya en el alma.
Pero luego puede tener lugar el acto siguiente de este drama, en el que la gracia de Dios, que es inicio, invade al hombre, le desenmascara, le muestra a sí mismo tal cual es (ya lo sabía él o lo presentía siempre en lo recóndito de su renegado corazón): un pecador, que en su vida anterior amó más las tinieblas que la luz. Que suave y calladamente, sin llamar la atención, sin que nadie lo advirtiera ni se extrañara, se las arregló para trocar las reglas de la conciencia hasta hacerlas inservibles para su oficio de medir, normar y regir. Que todo le salía a su medida, sin necesidad de violentar los cánones morales, ni tampoco tener que hacerse violencia para plegarse a ellos. Que poco a poco, sin sentir, a la manera del perezoso que entre sueños (¿qué culpa tiene él?) para el despertador para seguir durmiendo, se encuentra huyendo de Dios (¿Quién puede resistir su presencia? —se dice en tono de excusa—, sin advertir que con ello revela que no piensa en el auténtico Dios, o que éste es muy otro de aquél de quien el hombre huye).
La afectada tranquilidad de espíritu en que antes vivía contento de sí, se convierte ahora, bajo la perforadora luz de Dios, no ya en prueba de su buena voluntad (quizá equivocada de buena fe, esto lo concede también como posible el empedernido), sino en prueba de cuan hondo había arraigado el pecado, el pecado libre, culpable, en el mismo núcleo sustancial de su ser. Tan hondo que nada ya levantaba en su interior una perceptible voz de protesta. No se excusa ya con la falta de una luz como la actual que le iluminara su verdadera situación. En vez de buscar atenuantes para su pasada vida, le aparece ahora ésta como un testimonio claro contra sí de cuánto amó las tinieblas, hasta perder ya de vista aquella luz que ilumina a todo hombre; como testimonio también de la incomprensible gracia de Dios presente.
Acaso este hombre resistió aún algún tiempo. Acaso defendió por algún tiempo su «recta conciencia». Acaso volvió como objeción contra Dios la nueva luz recibida (¿por qué no se hizo esto antes patente?), en vez de confesar que él era el que no lo quería ver. Acaso pretendió, para no tener que renegar en bloque de su vida entera, salvar una línea consecuente de conducta (bien que ahora ha conocido otras mejores), buscando subterfugios, alegando que siempre tuvo recta intención, aunque no siempre acertó; que ciertamente se ladeó, pero dentro siempre de una ley incorporada a su vida a la que propiamente nunca fue infiel.
Pero cuando la suave y abrasadora luz de Dios, que es verdad de Dios (no del hombre) y es amor, penetra inexorablemente (¡oh gracia de Dios incalculable!) con su rayo victorioso, sentenciador, entonces el hombre cede y se entrega; mejor dicho no, entonces se hace fuerte, halla en sí valor para condenarse a sí mismo, para desprenderse de sí mismo y condenar el íntimo centro de su descarriada libertad, para hacerse una misma cosa con el juez que le condena (sabe bien que este juicio es la misericordia de Dios); para confesar que es un pecador.
Halla en sí valor para declararse pecador. Un pecador, un culpable. No uno que hasta ahora no fue mejor. No uno que finalmente, en el curso de su interior evolución espiritual, vino a un mejor acuerdo. No uno que en el fondo obraba rectamente, con buena intención, sino un pecador. Uno que en el fondo de su corazón obraba con dañada intención. Uno que con todo empeño llevaba la contabilidad oficial de su buena conciencia, de forma que al pasar por ella cada día la vista nada encontraba que cargara sobre el «debe» (y en realidad estaba falseada, falseada por él; ahora lo reconoce).
Un pecador que olvidó (no quiso saberlo) que su corazón dañado era quien sugería las buenas razones al entendimiento (las dificultades intelectuales); que nunca salió airoso en el dominio de su temperamento, porque en el fondo, ya de muy antiguo, había pactado con él. Un pecador que sorteó escaramuzas morales para que la capitulación no necesitara ser confesada como abierta cobardía. Un pecador que con gusto dejó a las aves de paso de este mundo llevarse la semilla de Dios del campo de su corazón, porque en el fondo estaba muy contento de verse dispensado de llevar fruto. Un pecador que se las arreglaba para que los principios de su moral de caso en caso concordaran por arte de magia con sus planes y quereres (y si a mano venía tenerlos por celestiales ilustraciones). Un hombre que era capaz de orar así a Dios: «Dame tus luces y guíame, pero no contra mis planes.» Un hombre que bebía en la copa del pecado, pero procurándose antes un seguro de buena conciencia.
¡Dios mío! Cuando el hombre, herido por tu luz, confiesa que este misterio de maldad se ha realizado en su corazón; cuando lo confiesa, no inquiriendo cómo lo pudo hacer, sino confesando llanamente que lo ha hecho. Cuando hablando contigo no esquiva el tema, como la mujer en el pozo de Jacob, ni hurta la atención a la propia culpa para dirigirla a la general pecabilidad. Cuando tu gracia hace posible que el pecador se suelte de sí mismo, por modo misterioso es él el que se separa de sí mismo, reniega de sí, se siente tan culpable que todo él, cuerpo y alma, merecería ser arrojado al infierno. ¡Qué milagro de tu gracia, que ninguna alternativa en el proceso de los fenómenos interiores del hombre podrá explicar!
Entonces, realmente, huye él de sí a Ti. Entonces toma él partido por Ti contra sí. Entonces no se auto-afirma suficiente, sino por encima de sí pone tu santa gloria. Entonces está él junto a Ti (llevado por tu gracia sobre el abismo), y su juicio sobre sí es tu misericordia sobre él. Entonces te ama (¿cómo se podría odiar a sí si no te amara a Ti?). Entonces se realiza el milagro sencillo entre todos los milagros, que el hombre ame más tu santo amor, que a su hermético yo, en el que yacía antes preso en tinieblas. Entonces ora él de verdad: «¡Padre! He pecado ante Ti y contra Ti; perdóname mi culpa.»
Rahner, Karl, De la necesidad y don de la oración, Ediciones Mensajero, Bilbao, 2004, p. 106.