¡Ora el «cada día»!
¡Ora el «cada día»! Hay todavía un ideal más alto al que consagrar la oración de cada día. Feliz ya aquél que en el cada día ora, y ora de tiempo en tiempo. De seguro, no será el suyo un cada día del todo cotidiano, insulso y banal. Y cierto, debemos expresamente orar sin desfallecer en el cada día.
Pero el fallo del hombre espiritual en la cotidianidad de su vida no está ya por eso solo superado. Porque aun orando a menudo cada día, parece que ese mismo cada día se queda siendo siempre el mismo que era, cotidiano y banal. Es interrumpido, para nuestro bien, muchas veces; pero no es transformado en sí mismo. Nuestra alma parece que continúa siendo una ancha calzada por la que rueda sin cesar todo el tráfago de este mundo, con sus infinitas pequeñeces, con su palabrería, sus gesticulaciones, su curiosidad y sus vacías intrascendencias. Sigue siendo el mercado público donde se dan cita desde los cuatro puntos cardinales todos los traficantes que vienen a vender allí la pobre mercancía de este mundo; donde nosotros mismos, los hombres y el mundo, en eterno entontecedor barullo, sacamos a plaza sus naderías. Nuestra alma en ese cada día se asemeja a una gigantesca red barredera que recoge todo y de todas las direcciones sin selección, día a día, hasta que se llena hasta los bordes con el cada día banal. Y así marcha a lo largo de toda una existencia, cotidiana,
banal, hasta..., sí, hasta que en aquella hora que llamamos nuestra muerte, toda la baratijería que fue nuestra vida es en un momento barrida hacia fuera.
Y ¿qué será entonces de nosotros, que no fuimos a lo largo de toda una vida sino insulsa cotidianidad, loco afán y desierto poblado de palabrería, gesticulación y cuidados inútiles? ¿Qué dará de sí nuestra vida cuando la abrumadora losa de la muerte exprima implacable el verdadero contenido de nuestra vida huera, de los muchos días y muchos años que quedaron vacíos? ¿Quedará entonces algo más que aquellos contados momentos, en que la gracia del amor o de la oración reverencial ante Dios se introdujo tímidamente en un rincón de nuestra vida atiborrada del tráfago del cada día ?
Pero ¿y cómo podremos sustraernos a la miseria de este cada día? ¿Cómo arreglarnos dentro de esta cotidianidad, para anclar en el solo necesario que es Dios? ¿Cómo podrá el mismo cada día transformarse en un canto de alabanza a Dios; más aún: hacerse él mismo oración?
Una cosa es por de pronto evidente. No podemos ocuparnos ininterrumpidamente en prácticas de oración explícita. No podemos tampoco eludir el cada día; hemos de llevarlo con nosotros mismos dondequiera que vayamos, porque nuestro cada día somos nosotros mismos, nuestro cotidiano corazón, nuestro torpe y flojo espíritu, nuestro amor mezquino, que aun lo grande lo torna pequeño y ordinario.
Y por ello el camino debe ir justamente a través de ese mismo cada día, de su miseria y de su deber. Por ello debe ser superado el cada día, no por la fuga, sino por la firmeza en arrostrarlo, mediante una transformación del mismo. En el propio mundo en que existimos se ha de buscar y hallar a Dios. Él cada día debe transfigurarse él mismo en día de Dios; la salida del alma al mundo exterior de las cosas debe convertirse en un conato de retorno a Dios. En una palabra: el mismo cada día debe entrar en la oración, debe ser orado.
Pero ¿cómo podrá ser esto? ¿Cómo se hará oración el mismo cada día? Respondemos: Por la abnegación y el amor. Si queremos de gana ser discípulos juiciosos en la escuela de la perfección cristiana y del hombre interior, no escogeremos, en verdad, un maestro mejor que este cada día.
Las pesadas horas iguales. La monotonía del deber. El trabajo diario que todo el mundo acepta como la cosa más natural. El continuado y rudo esfuerzo que a nadie se le ocurre agradecernos.
El desgaste y sacrificios de la edad. Las decepciones y los fracasos. Las tergiversaciones e incomprensiones. Los deseos incumplidos. Las pequeñas humillaciones. La inevitable susceptibilidad quisquillosa de los viejos para con los jóvenes, y la no menos inevitable dureza de corazón de los jóvenes para con los viejos. Las pequeñas dolencias del cuerpo. Las inclemencias del tiempo. Los roces de una vida común... Estas y mil y mil otras cosas más que llenan el cada día, ¿cómo hacen, cómo harían al hombre sosegado y desinteresado, si entrara él de gana en esta humana y divina pedagogía? ¿Si supiera decir «Sí», en vez de ponerlo todo en defenderse? ¡Si supiera tomar sobre sí las incidencias de este cada día, sin palabras de protesta, sin hacer ruido ni llamar la atención, como algo natural que le pertenece!
Y si el hombre llega efectivamente a enfrenar su egoísmo por medio de este cada día, lentamente, poco a poco, pero indefectiblemente (es extrañamente certera esta pedagogía cotidiana de Dios), se despertaría por sí mismo en el corazón el amor a Dios, un sosegado y casto amor. Porque ¿qué es lo que impide al hombre el amor de Dios? Sólo él, él mismo, es el que se interpone en el camino y en la luz. Pero en el cada día puede el hombre morir cada día a sí mismo, sin ruido, sin visajes, sin voceo.
Nadie lo advierte. Ni siquiera él mismo. Pero, con seguridad, a vuelta de esta estrategia del cada día, va cayendo a golpes el muro que el yo levantó angustiosamente para su defensa. Y cuando este yo no levanta ya nuevos muros, sino que dice «Sí» al quedar descubierto e indefenso, advierte de pronto, alegremente sorprendido, que no le son ya necesarios aquellos muros defensivos; que no es infeliz (contra lo que antes pensaba) cuando la vida le arrebata esto o aquello antes indispensable; que no está todo perdido cuando tal o cual éxito se evapora, cuando tal o cual proyecto entrañablemente acariciado se viene a pique. Cuando aprende el hombre, en esta escuela del cada día, que se es rico dando, lleno con la renuncia, alegre en el sacrificio, amado amando, entonces se siente de veras desinteresado, y, por tanto, libre. Y si libre, capaz del grande y dilatado amor del grande e infinito Dios.
Todo está en saber afrontar el cada día. Puede hacernos cotidianos y vulgares; pero puede también, mejor que ninguna otra cosa, hacernos libres de nosotros mismos. Y si llegamos a alcanzar esta plena libertad y desinterés, el amor que naturalmente brota del seno de todas las cosas, pasando por el corazón de esas mismas cosas y rebotando en nosotros, se sublimará hasta las inmensidades de Dios en anhelo santo, y llevará consigo, como despojos de triunfo, todas las cosas renunciadas del cada día, en un canto de alabanza a la divina gloria.
Así, la cruz del cada día, la única en que podemos dar muerte a nuestro egoísmo, que tiene que ser crucificado calladamente, sin ruido, si ha de morir, se convertirá en aurora de nuestro amor, porque éste surge espontánea y necesariamente de la tumba de nuestro propio yo. Y cuando todo en el cada día llega a ser este morir, todo en el cada día se convierte en aurora del amor.
Entonces el cada día se hace todo él aliento del amor, aliento del deseo, de la fidelidad, de la fe, de la prontitud, de la entrega a Dios; se hace, en realidad, el cada día mismo una oración sin palabras.
Sigue siendo como era, arduo, sin relieve, cotidiano, inadvertido. Y debe continuar así. Sólo así sirve al amor de Dios, porque sólo así nos coge a nosotros por entero.
Pero si en este cada día nos deshacemos de nosotros mismos de nuestros anhelos, de nuestra propia afirmación, de nuestro propio sentir, de nuestro encastillarnos en el propio querer y parecer; es decir, si en la amargura no andamos amargos, en la ordinariez no ordinarios, en la cotidianidad no vulgares y cotidianos, en la decepción no desilusionados; si el cada día educa nuestro espíritu en la paciencia, en la paz y la comprensión, en la longanimidad y mansedumbre, en el perdón y la tolerancia, en la fidelidad desinteresada; entonces el cada día no es ya cada día, es oración. Entonces toda la múltiple variedad del vivir cotidiano se orienta hacia la unidad en el amor de Dios; toda la dispersión halla su centro de convergencia en Dios; toda la exterioridad se interioriza en Dios. Toda la salida al mundo, al cada día, se hace así retorno a la unidad de Dios, que es la vida eterna.
Ora el cada día. Pide este sublime arte de la vida del cristiano, que es tan difícil, porque es tan sencillo.
Orar cada día. Orar el cada día. Si nuestro cada día es un cada día acompañado de la oración, y él mismo es orado, entonces estos pobres y transitorios días de nuestra vida, los días de la rutina y del hastío, los días que son siempre igual de indiferentes y trabajosos, desembocarán en el día único de Dios, en el gran día que no conoce atardecer. Hacia este día habremos de dirigir las diarias plegarias de nuestra vida, tal como lo hemos aprendido hechos de nuevo niños, y tal como lo hemos practicado.
Y así podrá decirse de nosotros: "Confío en que quien ha comenzado en vosotros tan alta obra, la excelsa obra del orar cotidiano, la llevará a santo término, hasta el día de Jesucristo" (Flp., 1, 6).
Rahner, Karl, De la necesidad y don de la oración, Ediciones Mensajero, Bilbao, 2004, p. 64.