Con la fe se encuentra una verdad que luego la experiencia confirma
Jesús afirma explícitamente que su enseñanza es de Dios. Lo sabe quien quiere cumplir su voluntad. Entre el conocimiento y la voluntad, la inteligencia y el amor hay una estrecha conexión, pues uno sólo conoce lo que quiere, entiende sólo lo que ama. Tanto la fe como la incredulidad no son cuestión de verdad teórica sino de voluntad práctica.
El ateismo, desde el punto de vista teórico, es poco crítico y muy dogmático: rechaza a priori lo que una fe iluminada (que jamás puede confundirse con credulidad, tan ampliamente extendida) admite por motivos válidos, a posteriori. La fe se funda en efecto, en signos que llevan a buscar y encontrar una verdad que luego la experiencia confirma como tal.
A menudo se habla de la irracionalidad de la fe, sin caer en la cuenta de que ella es más razonable que su contraria. Cuando hay sed, es razonable pensar que haya agua, como es irracional negar la posibilidad de que la haya. Pero, las cosas que contrarían la razón tienen razones profundas: las del corazón, que la razón se tarda en reconocer. El rechazo de Dios no proviene de la inteligencia -excepto que se trate de una reacción contra la credulidad-, sino de un corazón que todavía no está libre de los temores que bloquean sus más profundos deseos. San Agustín decía: “Creo para entender” y “entiendo para creer”. Para conocer a una persona hay que tener una confianza inicial en ella; así como para tener plena confianza en ella, es preciso conocerla bien. Principio del conocimiento es la fe, fin del conocimiento es una confianza confirmada. Fe y conocimiento van siempre juntos. La prioridad es, de cualquier forma, de la fe, por cuanto uno solamente conoce aquello que está dispuesto a conocer. Sin una fe razonable es imposible una vida a la que pueda llamarse humana.
Fausti, Silvano, Una comunidad lee el Evangelio de Juan, San Pablo, Bogotá, 2008, p. 201.