Jesús, el cielo abierto sobre la tierra
En todas las culturas el templo representa el ombligo, que junta el cielo con la tierra, lugar de lo divino y manantial de lo humano, depósito de las normas básicas de conservación de la vida.. El templo es el centro del espacio y del tiempo: estructura el espacio habitable, establece la división del fanum y el profanum, marca el ritmo del tiempo por medio de las celebraciones y ordena la convivencia entre los hombres mediante la ley. Sin templo, el “cosmos” no gira, se paraliza, como una rueda sin movimiento. Sea bueno o malvado, liberador o esclavizante, sin un templo el hombre no puede existir. Porque si el animal es regido por el instinto, el hombre es movido por el deseo de alcanzar un fin al que subordina todo lo demás. El templo es símbolo de aquella realidad que da sentido a su vivir, dando cuerpo a su deseo de felicidad y ordenando sus acciones e instituciones en el lugar de la fiesta, de la alegría y de la comunión. Pero tiende siempre a convertirse -sólo lo bueno y lo verdadero pueden pervertirse y corromperse en mentira y mal- también en lugar del mercantilismo con Dios y entre los hombres, justificación de los sacrificios y opresiones, hasta el sacrifcio y la supresión del hombre en nombre de Dios. En el centro de las ciudades antiguas se levanta siempre el templo, convertido en la cristiandad en la “catedral”, la casa común. En los centros de las ciudades modernas encontramos hoy la Bolsa, con su cultura del libre mercado y de la nueva economía, en cuyo nombre se adelanta una fanática guerra santa, que a nada y a nadie mira de frente, que destruye la tierra y cuanto contiene, el universo y todos sus habitantes (cf. Sal 24, 1). Las operaciones se adelantan en forma indolora, gracias al narcótico producido en otros templos, del entretenimiento y el deporte, de la salud y de todo cuanto a uno se le ocurre inventar, ávido de obtener su propia ventaja económica y el embrutecimiento de los demás.
Dios, templo y hombre son tres realidades que mutuamente se reflejan y adoptan un rostro distinto de acuerdo con las imágenes que se tienen de Dios. Si Dios es aquel que tiene férreamente el control de todo y lo domina todo, el hombre realizado, semejante a Él, es el poderoso; en cuyo caso, el templo es el primer aval de toda opresión. Si Dios, en cambio, es aquel que se entrega y sirve, el hombre auténtico es el humilde, como Él; el templo es, entonces, el lugar de la comunión y del amor. Dios y templo representan el universo de valores que uno persigue, con arreglo a los cuales ordena su propio pensar, querer y actuar, para alcanzar una vida cada vez más plena y digna de tal nombre.
El Hijo del hombre, verdadero templo, será eliminado precisamente por la alienación del hombre que cifra su felicidad en la posesión de cosas, personas y del propio Dios, y no en el don recíproco entre el Padre y el Hijo y de los hermanos entre sí.
Esta visita de Jesús al templo pone en crisis nuestras ideas sobre Dios y sobre el hombre.
El templo, al que Jesús llama “ casa de mi Padre”, y más tarde “santuario”, al final, lo identifica con su “cuerpo”. La carne de la Palabra es desde entonces la “tienda” de Dios en medio de nosotros, allí donde podemos sentirnos en casa con Él. En Jesús, el templo alcanza la realidad de la que es “signo”: es el cielo abierto sobre la tierra, visión de la Gloria y vida del hombre.
Fausti, Silvano, Una comunidad lee el Evangelio de Juan, San Pablo, Bogotá, 2008, p. 58.