La fe es una semilla innata en el corazón de todo hombre
(Jn 6, 65): “Nadie puede venir a mí si no le es dado por el Padre” (cf. v. 44). Jesús reafirma que creer en el Hijo es don del Padre. Este don se ofrece a todos sus hijos. De no ser así, Dios no podría ser el Padre de todos ni Jesús el Hijo, por el que todo ha sido creado (cf. 1, 3).
La incredulidad es el gran misterio de la libertad del hombre, que, esclavo de la ignorancia y del vicio que ella engendra, es incapaz de responder al amor con amor. La “culpa” de la incredulidad, tanto aquí como en el v. 44, parece endosarse al Padre más que a sus hijos. Es una paradoja atribuir a Dios la responsabilidad última de nuestro mal; pero es también la única posibilidad de resolverlo. Porque si a Él incumbe la última palabra, podemos tener la absoluta certeza de que no será una palabra perversa como la nuestra. Por eso, el Hijo que conoce al Padre, tomará sobre sí en la cruz el mal del mundo.
Si es Dios quien da la fe, muchos se preguntarán: “¿Por qué a mi no me la da?” Pero el sólo hecho de formularse esta pregunta, da a saber que tienen ya el deseo de la fe, porque ella es una semilla innata en el corazón de todo hombre, que más pronto o más tarde terminará por germinar. ¡Mejor pronto que tarde!
Fausti, Silvano, Una comunidad lee el Evangelio de Juan, San Pablo, Bogotá, 2008, p. 185.