La única alianza: el mandamiento del amor

La unión esponsal es en la Biblia el símbolo más elevado de la alianza entre Dios y su pueblo. Ella establece entre los dos una relación de interés y cuidado, de complicidad y pertenencia, con sentimientos de confianza y compañía, de ternura y unión, que hacen bella la vida. De otra manera, la vida es triste y fea,  inhumana y fallida, con lo que sería preferible no haber nacido. El gran mandamiento es, de hecho, el del amor. Dios mismo es amor (cf. 1Jn 4, 8) y quien ama lo conoce y se hace igual a Él.
El Esposo es en la Biblia, el propio Dios, la “media naranja” del hombre, que ama “con amor eterno” (Jr 31, 3; cf. Os 2, 1-9; Is 54, 8). La relación entre el hombre y la mujer es el “gran misterio” (Ef 5, 32) que representa la relación entre Dios y el hombre (cf. Especialmente Gn 1, 27; Os 2, 16-25; Is 54, 1-10; 61, 10-62, 5; Ez 16, 1ss). En este sentido, El Cantar de los cantares constituye la cumbre de la revelación bíblica. Canta nuestra relación con Dios, comenzando con una petición inicial que aturde: “¡Bésame con los besos de tu boca!”. Y todo lo que viene luego no es otra cosa que la historia de una incesante búsqueda del amor de Dios hacia el hombre y del hombre hacia Dios.
Pero esta alianza ha sido desde siempre traicionada y violada por el hombre. La predicación profética denuncia la permanente infidelidad del hombre, a quien también sin cesar se invita a la conversión, en la promesa una y otra vez renovada de un futuro en el que el amor entre Dios y el hombre florecerá en su pleno esplendor.
La narración no se centra en el milagro, sino más bien en la gratuidad y en la grandeza del don. Los distintos detalles deben interpretarse a la luz de lo que a los ojos del evangelista ocurre en Caná: la presencia de Jesús significa la renovación de la alianza, el comienzo de las nupcias escatológicas.
El texto habla de nupcias, de vino que escasea, de sirvientes, de tinajas de piedra, de agua y de exquisito vino, reservado hasta ese momento. Así como no se menciona para nada a la esposa, el esposo también aparece de manera indirecta sólo al final, como interlocutor del maestresala. Si las bodas representan la alianza entre Dios y el pueblo, el vino que llega a faltar significa el amor del hombre que viene a menos; las tinajas de piedra para la purificación, que se hallan vacías, hacen referencia a la ley no cumplida. El agua, elemento primordial de la creación, se convierte en “vino exquisito” servido al final, pero que “ahora” ya podemos sacar.
El fragmento, sumamente sugestivo, debe leerse -lo dice el propio evangelista- no sólo como un “signo” sino como el “principio de los signos” (v. 11), que ilumina todo cuanto el Evangelio referirá luego como Jesús de Nazaret. “Signo” no significa aquí solamente “una cosa que indica otra”, como los carteles en la carretera indican una ciudad. Es más bien un símbolo, que de una u otra forma manifiesta lo que señala. Así como la curación del ciego pone de manifiesto que Jesús es luz, el don del pan que es alimento y la resurrección de Lázaro que es vida, así el buen vino constituye la revelación de su “gloria”. Jesús es el Esposo. Con él llega “la hora” en que se celebran las bodas entre Dios y su pueblo. La “carne del Hijo del hombre es, en realidad, apertura del cielo sobre la tierra, comunión plena entre Dios y el hombre, como hace sólo un momento se le ha dicho a Natanael (1, 51). Los elementos específicos de la narración, a su vez, adquieren su valor propio a la luz de esta revelación.
Para quien conoce la secuencia del Evangelio, el relato sugiere claramente otras alusiones. Sin embargo, en una primera lectura, conviene no suponer lo que aparecerá más tarde, sino sólo lo que se presenta antes, manteniéndose, con todo, abiertos a ulteriores profundizaciones. En la dinámica de cualquier libro, todo pasaje es punto de llegada de los anteriores y punto de partida de los siguientes. De todos modos, mientras que ya desde el principio se entrevé la meta, el camino, en cambio, sólo lo logra conocer paso a paso quien se decide a recorrerlo.
No por casualidad, la liturgia asocia las bodas de Caná con el Bautismo y con la Epifanía. El agua de las tinajas, convertida en “vino delicioso” es signo del Bautismo en el Espíritu y manifestación del Señor que ofrece a todos su salvación. Hay también en ella una clara alusión a la Eucaristía, en la que se cumple la hora de la nueva alianza, con el don del Espíritu. En el mismo sentido caben otras lecturas mariológica y eclesiológica.
Del relato emerge igualmente la continuidad de la única alianza, que reúne la antigua y la nueva, así como el mandamiento del amor (cf. 1Jn 2, 7s). En efecto, el vino exquisito se saca del Evangelio en tinajas de piedra, símbolo de la ley. Es ésta la única alianza que posee valor universal. Porque el vino proviene del agua, elemento primordial de la creación, y aparece por primera vez en Noé, después del diluvio y de la renovación de la alianza cósmica (cf. Gn 9, 20).
El drama de Israel, heredero de la promesa y pueblo de la espera, es el mismo de todo hombre: la falta de vino. ¿Dónde están el amor, la alegría y la vida para los que estamos destinados y de los que nos sentimos desprovistos y escasos? En Jesús, Palabra hecha carne, todos pueden gustar el vino ofrecido con generosa largueza. En Él se cumple la bendición prometida a Abrahán y en su persona, a todos los pueblos (cf. Gn 12, 2s). Con este signo Jesús no ha curado a nadie de ninguna enfermedad, como sí lo hará en otro momento; simplemente nos ha salvado de aquel mal sutil que destruye nuestra humanidad: la falta de vino, la ausencia de amor y de alegría.

Fausti, Silvano, Una comunidad lee el Evangelio de Juan, San Pablo, Bogotá, 2008, p. 48.

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