La unidad de los discípulos
La unidad de los discípulos es vista como un don: no se ha de construir, sino que se ha de acoger y guardar. Aunque nosotros seamos infieles, el amor y la alianza de Dios no fallan. Aún más, nuestra infidelidad evidencia en estado puro su fidelidad indefectible.
La división entre los cristianos es “el grande pecado”: es dar muerte al cuerpo de Cristo. Nosotros, los cristianos de diferentes iglesias, si no nos reconocemos mutuamente, perpetuamos el asesinato de Caín. Abel, el hermano rechazado y asesinado, es el Hijo que nos ama como el Padre, hasta dar su vida por nosotros. No hay verdadera filiación sin fraternidad y no hay fraternidad sin el respeto por el otro. La filiación la niegan los que pretenden ser el hijo único y no reconocen al hermano en su diferencia con respecto a Él. Lo que es válido para la relación entre las distintas Iglesias, con mayor razón vale para la relación entre la Iglesia e Israel.
Nuestro ser “uno” en el amor -la unión en el amor está siempre en la distinción, nunca en la supresión del otro- revela al mundo el nombre de Dios como Padre y cumple su designio de salvación. Esto es obstaculizado por nuestras divisiones. El diablo, que es disociador por definición, siempre ha tratado de dividir a los hombres. Su método usual es el de dividir “en contra” de alguien, extranjero o hereje, malo o diferente. Hoy aunque favorece la solidaridad contra “el eje del mal”, constituido por quienes se oponen a nuestros intereses prefiere obrar con la confusión más que con la división: une a los hombres en un batidor, homologando y homogeneizándolo todo, incluso las cosas opuestas. En efecto, suscita en ellos los mismos deseos y propone un modelo único, muy diferente del buen Pastor que da la vida (cf. Jn 10, 1-21).
La comunión y la distinción se oponen a la división y a la confusión como la vida y la muerte. En una persona viva la cabeza y el cuerpo están unidos, pero son distintos; si por algún caso están divididos o confundidos es por ha sucedido un incidente mortal. La globalización, que es un proceso cultural inevitable, puede estar bajo el signo de la homogeneidad impuesta o de la diversidad acogida.
Decía un hombre sabio que la Iglesia no está hecha de ladrillos, posiblemente de la misma arcilla de igual cocción. Está hecha de “piedras vivas” (1P 2, 5), todas diversas; cada una es tomada tal como es y es elaborada para ser colocada al lado de las otras. Acerca de la unidad en el amor es siempre ejemplar el texto de 1Co 12-13. Una unión viva y vital entre las personas, las Iglesias y los pueblos, existe solamente si mantienen la distinción y la alteridad. En esto se juega no solamente la esencia de la Iglesia y la credibilidad de su misión: está en juego el mismo destino del hombre y de su humanidad.
La Iglesia, unida al Hijo y al Padre, continúa la misión de Jesús. Revela quién es Dios y quién es el hombre. Dios es amor entre el Padre y el Hijo, el hombre es su criatura destinada a vivir el mismo amor. La unión entre los hermanos es la “Gloria”, el cielo que se refleja sobre la tierra. Dios se revela a la creación y la diviniza, para su alabanza y para nuestra salvación. Esta unión entre los hermanos es la continuación, en el espacio y en el tiempo, de la encarnación del hijo.
Fausti, Silvano, Una comunidad lee el Evangelio de Juan, San Pablo, Bogotá, 2008, p. 465.