Moisés peregrinó hasta su debir para asomarse al Infinito
Los mismos apóstoles tuvieron que pasar por el crisol de la Pasión y tomar conciencia de sus negaciones y sus deserciones. Tenían que experimentar sus miedos, sus limitaciones, sus cobardías y sus bajezas para comprobar su necesidad de la experiencia que habían recibido gratuitamente al lado de su Maestro. Entonces podrían recordar y entender. Sólo así estarían preparados para ser fecundos en Pentecostés. Una vez labrada la tierra de su interior, y ya en disposición de dar fruto, otros podrían descubrir en ellos la presencia que les había fascinado de Jesús. En ese momento se convirtieron en luz, sal, levadura, vida y alimento, y su biografía fue una continuación de la experiencia de su Maestro. Entonces fueron fuente de gracia, de revelación y de salvación para los otros. Eran una fuente que se alimentaba de la Fuente; una vid que nacía de un sarmiento injertado en la Vid; una luz que era reflejo de la Luz.
El Dios Eterno quiso acercarse a los hombres y lo hizo a través de uno de ellos. Moisés es el arquetipo del ser humano escogido para hacer de puente en la relación entre Dios y el pueblo. Dialogaba con Dios, porque Dios quería comunicarse con la humanidad. Tal vez gozaba de cierta predisposición natural para la espiritualidad. O quizá había sido instruido por los sacerdotes egipcios en las artes del misterio. Sea como fuere, sus capacidades místicas estaban al servicio de los demás.
Moisés peregrinó hasta su debir para asomarse al Infinito, aunque no podía guardarse para sí la revelación recibida. Su auténtica misión era generar vida espiritual en los otros y despertar esta capacidad de diálogo con Dios, presente en todo ser humano. Era un mistagogo, un pedagogo de la experiencia espiritual. Tenía que crear las condiciones ambientales, los conceptos, el vocabulario, las formas rituales y el marco social que suscitaran y acogieran la dimensión divina latente en el interior de sus compatriotas. Para ello tuvo que soportar las proyecciones infantiles del colectivo. Su trabajo consistía en liberarlos, no sólo de la dominación egipcia, sino también de la esclavitud de su ego. Tenía que acompañarlos en el penoso éxodo por el desierto y conducirlos hasta la auténtica Tierra Prometida, el debir, el santuario interior.
Otón, Josep, Debir, el santuario interior, Sal Terrae, Santander, 2002, p. 115.