Pobreza espiritual y material
El discípulo sabe que “amar el mundo es odiar a Dios” (St 4, 4). Reconoce que la acumulación de las riquezas produce pobreza espiritual y material, que la búsqueda de la vana gloria apaga la autenticidad, que la sed de dominio suprime la libertad propia y la ajena. Estas cosas que el mundo ama tanto, hasta el punto de convertirlas en principio del propio obrar (cf. 1Jn 2, 16), no son sino la perversión de los deseos más profundos del hombre. Prometen vida, pero causan la muerte; destruyen la humanidad del hombre y le cavan adentro un vacío siempre mayor. El que vive en el amor y sabe compartir, en la libertad del servicio recíproco y en la verdad, es como la luz que disipa las tinieblas. Por eso las tinieblas lo odian. Los verdaderos cristianos no son odiados porque se marginan u obran mal (cf. 1P 4, 16). Son odiados porque obran el bien, son marginados porque muestran esa diversidad a la cual cada uno se siente íntimamente llamado: a llegar a ser como aquel que dijo: “Sean santos, porque yo soy santo” (Lv 11, 44). El cristiano disturba porque invierte los criterios sobre los cuales se rige el mundo. Al homo homini lupus (el hombre es un lobo para otro hombre) le responde con el principio homo homini Deus (el hombre es Dios para otro hombre): el hombre está llamado a ser no como un lobo, sino como Dios con respecto a otro hombre. Y esto sucede en el testimonio de un amor que no ejerce la violencia, ni siquiera cuando le toca soportarla. No se deja vencer del mal, sino que vence el mal con el bien (Rm 12, 21).
Fausti, Silvano, Una comunidad lee el Evangelio de Juan, San Pablo, Bogotá, 2008, p. 427.