Ser asimilados, para vivir de Jesús y como Jesús

A todos los hombres el Señor ha concedido tres dones: el primero es el universo entero, el segundo es su propio yo, el tercero es Dios mismo.
El fin de todo don es el don de sí. Al hombre todo le es dado gratuitamente, sin esfuerzo de su parte para ganarlo; por lo cual debe recibirlo con gratuidad y vivir en esa gracia el don que Dios le hace de sí mismo.
El pan alimenta la vida, pero no es la vida. La vida significa aceptar el mundo y el propio yo como don del amor de Dios. La relación con Él hace posible la felicidad que cada uno anhela: la vida eterna consiste en decir sí a quien desde siempre es sí para todas sus creaturas.
Quien hace del pan, de su ser o de cualquiera otra cosa, comprendidas la ley y la alianza, su propio fetiche, es como quien se enamora del anillo de compromiso y no de quien se lo ha dado. Entonces, lo que no es más que un signo pierde su significado, lo que es medio se convierte en fin y la vida se reduce a un cúmulo de signos sin significado, de medios sin finalidad. Es como el pan que perece. Más aun, pan envenenado que hace perecer.
El pan, que Jesús ha “tomado dando gracias y repartiéndolo” es Él mismo, su cuerpo dado por nosotros. Por este “pan”, Él nos comunica su vida de Hijo: “comerlo” significa asimilarlo, o mejor todavía, ser asimilados, para vivir de Él y como Él.

Fausti, Silvano, Una comunidad lee el Evangelio de Juan, San Pablo, Bogotá, 2008, p. 165.

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