Sólo el amor incondicional es suficiente para nuestra hambre
En cambio, según la mente de la Biblia, el hombre es libre en cuanto es imagen y semejanza de aquel Dios que es amor: es libre, porque es su interlocutor y amigo, capaz de responder al amor con amor. Su relación personal e íntima con Él, el absoluto, lo absuelve (=desliga) del dominio del propio placer o del propio deber, y lo hace capaz de actuar en conformidad con el amor que experimenta. El principio de la libertad es, por consiguiente, el amor, que nos hace semejantes a Dios. La libertad cristiana consiste en amar como y porque somos amados, lo que nos lleva a ponernos al servicio los unos de los otros (Ga 5, 13).
Esta libertad no es el resultado de una ardua búsqueda intelectual o de una exigente ascesis moral, sino que proviene fundamentalmente de la aceptación gozosa de la verdad de lo que somos: hijos amados. Es cuanto Jesús, el Hijo ha venido a revelarnos, para liberar nuestra libertad.
El hombre tiene necesidad de ser aceptado: vive o muere según sea aceptado o no por el otro. Hasta no conocer un amor incondicional, busca ansiosamente hacerse a algunas migajas. Pero esos mendrugos no son de ninguna manera suficientes para su hambre; lo que es parcial y ganado con el propio esfuerzo no es amor, puesto que el amor no puede ser más que total y gratuito. Sólo quien se sabe amado sin condiciones, es libre para amarse a sí mismo y a los demás. Por eso el principio de nuestra libertad es la verdad de Jesús, el Hijo amado que nos revela nuestra identidad de hijos amados por el padre.
Fausti, Silvano, Una comunidad lee el Evangelio de Juan, San Pablo, Bogotá, 2008, p. 245.