Somos libres para gastar la vida en el egoísmo o invertirla en el amor

El hombre es el único animal que tiene conciencia de morir, que sabe que es un ser-para-la-muerte. Por eso el hombre es, en efecto, una “máquina de inmortalidad”: lo que persiguen todos nuestros saberes y nuestros poderes es liberarnos de la muerte para tener más vida. Es una máquina esplendida e imponente, y absurda e impotente a la vez: cuando llegamos al convencimiento de que no podemos vencer, nos empeñamos en aplazar y alejar o, en último caso, interpretar la cita ineluctable. Como quiera que sea, la muerte, mientras vivimos, nos atrapa en su juego y nos mantiene siempre en jaque, que, más pronto o más tarde, termina en mate. Salvarnos de sus garras es el anhelo que dicta e impulsa todos nuestros movimientos, aunque de antemano sabemos que todo será completamente en vano. No somos libres para perseguir nuestras aspiraciones, pues nos sentimos embrujados y subyugados por el Hado, que hace vanas todas nuestras obras. Quedamos siempre a la espera del momento en que sea cortado el tenue hilo que nos tiene suspendidos en el vacío, para recaer en la nada, nosotros con todas nuestras fatigas. La existencia es una condena. Pensándolo bien, la única libertad que tenemos es la de quien debe ser ajusticiado de un momento a otro, con la tortura de no saber en qué momento se producirá la ejecución.
Jesús nos salva no “de la” muerte, cosa que aparte de imposible estaría en contradicción con nuestra condición, puesto que somos mortales por naturaleza. Pero sí nos salva “en la” muerte. Si bien no nos libera de aquel límite que nos es del todo necesario para existir, ni la dignidad de ser conscientes de ello, en cambio, nos proporciona las herramientas indispensables para comprenderlo y vivirlo de una manera nueva, divina. Todos nuestros límites, comprendido el último, no significan la negación o anulación de nuestro ser, sino que más bien, constituyen lugar de relaciones con los demás y con el Otro. En vez de enclaustrarnos en la defensa o en el ataque, podemos abrirnos a la comunión y realizarnos a imagen de Dios, que es amor.
Jesús no nos suministra una receta, mágica y mentirosa, que nos permita escapar del destino común; pero a cambio nos hace ver cómo se puede vivir el amor hasta dar la vida. La vida, como la respiración, no se puede poseer y retener, porque si lo intentáramos, de inmediato moriríamos. Pero somos libre para gastarla en el egoísmo o invertirla en el amor, sabiendo que “quien ama su vida la pierde, y quien odia su vida en este mundo, la conserva para la vida eterna” (12, 25). Nosotros conocemos una vida que es para la muerte, pero Jesús nos revela una muerte que es para la vida.

Fausti, Silvano, Una comunidad lee el Evangelio de Juan, San Pablo, Bogotá, 2008, p. 311.

Entradas más populares de este blog

B-El sendero (Biblia) de la vida recta

12. La flagelación de Cristo

Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora