San Juan Bautista María Vianney (José Gros y Raguer)


La casa del labrador Pedro Vianney, en Dardilly, pueblecito de las cercanías de Lyon, había hospedado una noche a un misterioso viajero, que cuando se disponía a partir, no sabiendo cómo agradecer el favor, pagó con una bendición. Era la bendición de un santo: San Benito José Labre. Pocos años después (en 1786) nació en aquella casa -por cierto cristianísima- el que había de ser el famoso «Cura de Ars». - Fiesta: 9 de agosto. Misa propia.

«No hay mucho amor de Dios en esa parroquia, y usted lo va a meter» le había dicho al joven presbítero el Vicario General de Lyon al darle el nombramiento. En realidad, Ars no estaba más paganizado que los pueblos circundantes. Había sufrido, como toda la región, los estragos de la Revolución francesa y de su propaganda antirreligiosa, pero, gracias al celo de algunos sacerdotes que estuvieron encargados de la parroquia con posterioridad al Concordato napoleónico, la buena simiente había ya germinado de nuevo... Las plagas de que era víctima la localidad eran los bailes, las tabernas, la negligencia en las prácticas religiosas y, sobre todo, la ignorancia. A dura labor tendría que entregarse el nuevo pastor para encaminar hacia una fervorosa vida cristiana a las trescientas ovejas que se le acababan de confiar. Si Ars no podía llamarse tierra pagana, entraba por lo menos en el plano de país de misión. Y sintiéndose misionero entró el abate Vianney en el pueblecito. Unos campesinos le señalaron el camino recto, advirtiéndole que había penetrado ya en la demarcación parroquial. Entonces, en pleno campo, se arrodilló y rezó ante el poblado. Después se encaminó derechamente a la iglesia, mientras iba siguiendo sus pasos un mísero carruaje con cuatro cachivaches indispensables... Era el atardecer del 9 de febrero de 1818.

Muy pronto vio que aquella pequeña grey necesitaba un sacerdote completo. Emisario de Cristo y conductor de las almas a Cristo, debía predicarlo fielmente, debía asemejársele como auténtica imagen, por su austeridad, su pobreza, su dulzura y caridad, su abnegación e inmolación absoluta; debía guiar a todos hacia las fuentes de la Gracia. Y su programa apostólico fue surgiendo y se encuadró en este índice: hacer de Ars un hogar de viva fe, de culto al Señor.

Período de agitación de los corazones, llama Catalina Lassagne, devota feligresa del Santo, al que se termina hacia el año 1827, cuando el Santo mismo declaró que se había alcanzado la primera etapa de sus objetivos, diciendo: «Ars ya no es Ars».

Es difícil la delimitación de los otros dos períodos que suelen señalarse en el curso de tan gloriosa pastoralidad; pero puede afirmarse que hay uno, asaz corto, caracterizado por las misiones dadas por el santo párroco en otras localidades; y el último, muy dilatado, en el cual no le es ya posible dejar ni un solo día la iglesia propia, retenido en el confesionario hasta el punto de tener que estar en él, no pocas veces, quince horas es el gran período de los peregrinos, los cuales sobrepasaron de cien mil el postrer año, según los datos y cálculos del empresario de la diligencia del pueblo. Bien le decía al Santo, Catalina Lassagne: «Los otros misioneros corren tras los pecadores, dando misiones fuera de su redil; pero aquí se ve lo contrario: son los pecadores los que corren hacia usted».

¿Cómo empezó a convertir los corazones el Cura de Ars? Desde el día de su «instalación», y sobre todo desde que le vieron celebrar la Misa, los feligreses se dieron cuenta de que tenían entre ellos a un santo. Y muy pronto se comenzó a conocer su género de vida, simplicísima, sin sirvienta, entregado absolutamente a sus ministerios y al templo. Un vecino de la iglesia se dio cuenta de que el nuevo párroco entraba en ella muy de madrugada, a veces a medianoche; tuvo la curiosidad de saber lo que iba a hacer en tales horas y pudo entrar y verle postrado largo tiempo ante el Sagrario. A partir de entonces, no se cansaba de decir: «Este hombre no es como los otros». Desde los primeros días le admiraron también todos por su bondad de trato, por su afabilidad y por su dadivosidad: de veras se podía decir que «no tenía nada suyo». A quien se extrañaba años más tarde de la «conversión» de los parroquianos de Ars, pudo responderle un viejo: «No, no somos de distinta pasta que los otros, pero no tendríamos vergüenza si hiciéramos ciertas cosas viviendo con un santo..”..

Primeras armas, la oración y el ejemplo. Después, unos métodos aptos. ¿Cuáles fueron los que adoptó nuestro santo para la santificación de su parroquia, desde los primeros tiempos? Sencillamente, tomó el Catecismo y el Evangelio y emprendió su explicación con una tenacidad de apóstol. Así los condujo al ejercicio de las virtudes cristianas, principalmente a la caridad entre unos y otros. Las creaciones de las dos escuelas parroquiales -la de niñas y la de niños- y de un amparo benéfico infantil, habían de completar el sistema de impulsos planeado.

Una comunidad parroquial en torno de un Sagrario: Parécenos haber sido éste el logro más importante de Juan Bta. Ma. Vianney como párroco. Tenía de la parroquia una idea tan acentuadamente comunitaria como pueda tenerla un sacerdote formado en nuestros días; y creyó siempre que la Eucaristía debía ser su aglutinante y foco de convergencia. Fomentó el espíritu de comunidad y el culto colectivo. Atrajo a los fieles a gustar de las funciones y ceremonias parroquiales. «La oración particular -solía decir- se parece a las pajas dispersadas acá y allá en un campo; si se les prende fuego, la llama es poca y de mezquino ardor; pero reunid la paja esparcida, y la llama será grande y se elevará hacia el cielo: tal es la plegaria pública”.

Enroló a los fieles en diversas cofradías; por variados medios comprometió -si así puede decirse- la asistencia de casi todos a la Misa dominical; y predicó tanto la presencia de Jesús en el Sagrario, que la gente de Ars se acostumbró a no pasar ante la iglesia sin entrar a visitar al Santísimo, o al menos sin pararse y rezar unos momentos.

Cuando se habla de Juan Bta. Ma. Vianney, suele ceñirse la atención a los cuarenta y un años de su vida de párroco, gloriosamente terminada con su muerte, el día 9 de agosto de 1859. Pero su santidad tenía hondas raíces en su infancia y en su juventud. Desde sus más tiernos años había sido la oración su placer, y la virtud el sello de su obra, gracias a la buena formación religiosa recibida de su madre, y más tarde del abate Charles Balley, párroco de Ecully, lindante con Dardilly, en los azarosos tiempos de la Revolución francesa y en los inmediatos a ella. Había hecho su Primera Comunión clandestinamente durante la época del Terror, con un fervor sencillamente angélico, y había sido modelo de aspirantes al sacerdocio durante sus estudios, realizados en gran parte bajo el magisterio particular del abate Balley y últimamente en el seminario de Lyon, que se estaba reorganizando. Por cierto que no brilló en su carrera por el talento, y tuvo que luchar con grandes obstáculos y contratiempos. Pero, por fin, fue ordenado de sacerdote en 13 de agosto de 1815. Llegado el momento crítico de la admisión o no admisión a las órdenes, como algún elemento de la curia diocesana objetase la escasa formación científica del aspirante, dícese que el Vicario General preguntó: «¿Es piadoso? ¿Sabe rezar el Rosario? ¿Tiene devoción a la Virgen?». Contestaron: «Es un modelo de piedad». «Entonces le admito; Dios hará lo restante”. Se añade otra frase del mismo Vicario General o del Arzobispo: «No será instruido, pero hay en él mucha luz».

Luz del cielo y calor de verdadera caridad a Dios y al prójimo. El Cura de Ars fue llama viva de amor divino y de fraternidad humana. Pudo decirse que Ars era el paraíso de los pobres. Es verdad que en ciertas ocasiones dispuso de cantidades considerables... A propósito de ello, una anécdota final. A un eclesiástico que le preguntó cómo se las arreglaba o cuál era su secreto para encontrar tantos recursos, le contestó: «El secreto es darlo todo y no guardarse nada para sí».


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