El Eden
Es fácil sonreír ante el antropomorfismo de los primeros hebreos, que
podían imaginar la realidad última como una persona paseando por el
jardín del Edén al fresco de la mañana. Pero cuando atravesamos la
solidez poética de la perspectiva y nos encontramos con su sentido
latente que en el análisis final la realidad última se parece más a una
persona que a una cosa, se asemeja más a una mente que a una
máquina-debemos hacernos dos preguntas. Primero, ¿cuál es la evidencia
contra esta hipótesis? Parece tan desprovista de ella que un filósofo y
científico tan erudito como Alfred North Whitehead podría abrazar esta
hipótesis sin reserva alguna. Segundo, ¿es el concepto intrínsecamente
menos elevado que su alternativa? Los judíos buscaban el concepto más
exaltado del Otro que pudieran encontrar,
un Otro que encarnara un
valor tan inagotable que los seres humanos jamás podrían comenzar a
imaginarse su plenitud. Los judíos encontraban mayor profundidad y
misterio en las personas que en todas las demás maravillas
que los
rodeaban. ¿Cómo podían ser fieles a esta convicción del valor del Otro
como no fuese ampliando y profundizando la categoría de lo personal para
incluirlo?
Donde los judíos diferían de sus pueblos vecinos no era
en la visualización del Otro como persona, sino en atribuirle a su
personalidad una voluntad única, suprema y trascendente de la
naturaleza. A los ojos de los egipcios, los babilonios, los sirios y
otros pueblos mediterráneos menos importantes de la época, cada poder
principal de la naturaleza era una deidad especial. La tormenta era el
dios de las tormentas, la lluvia, el dios de las lluvias. Cuando leemos
la Biblia hebrea nos encontramos con una atmósfera totalmente distinta.
En ella, la naturaleza es una expresión de un único Señor de toda la
existencia.
Smith, Huston, LAS RELIGIONES DEL MUNDO, Editorial Kairós, Barcelona, 2011, p. 274.