El poder del Espíritu
El que Jesús se encontrase inmerso en la tradición judía de los
mediadores plenos de Espíritu es el factor más importante para
comprender el curso histórico de su vida. Su predecesor inmediato en
esta tradición fue
Juan Bautista, y es testimonio de su poder
espiritual el hecho de que fue su iniciación (bautismo) de Jesús lo que
abrió este tercer o espiritual ojo, como dirían los asiáticos, que le
permitió ver que «el cielo se abría y el Espíritu descendía hacia él
como una paloma». Una vez que hubo descendido, el Espíritu «llevó» a
Jesús a tierras desérticas donde, durante cuarenta
días de oración y ayuno, consolidó el Espíritu que lo había penetrado y, tras ello, regresó al mundo, vigorizado.
«Con
el Espíritu de Dios echo a los demonios.» La ciencia, además de no
descartar ya las realidades invisibles, se ha abierto a la posibilidad
de que éstas puedan ser poderosas porque, según ciertos experimentos,
existe la sugerencia de que «la energía inherente a un centímetro
cuadrado de espacio vacío es mayor que la energía de toda la materia en
el universo conocido». Cualquiera que sea el resultado final de esta
hipótesis particular, los judíos aceptaron la supremacía del Espíritu
sobre la naturaleza sin cuestionarla. Los personajes bíblicos plenos de
Espíritu tienen poder. Decir que eran carismáticos es decir que tenían
el poder de atraer a la gente, pero ése es sólo el comienzo de la
cuestión. La razón por la cual atraían la atención era el poder
excepcional que poseían. «Tenían algo», como solemos decir, algo de lo
que los mortales corrientes carecen. Ese algo era Espíritu. La Biblia
los dintingue a
menudo como los «plenos del poder del Espíritu», un poder que a veces les permitía influir sobre el curso normal de los
acontecimientos.
Curaban enfermedades, exorcizaban y a veces calmaban tormentas, partían
aguas y resucitaban muertos. Los Evangelios le atribuyen en abundancia
estos poderes a Jesús, y una y otra vez hablan de la cantidad de gente
que acudía a él, atraída por
su reputación de obrar milagros. «Le
traían a todos los que estaban enfermos o poseídos por demonios
-leemos-, y la ciudad entera se reunía ante su puerta». Un estudioso del
Nuevo Testamento comenta que «a pesar de la dificultad que suponen los
milagros para la mente moderna, en el terreno histórico es virtualmente
indiscutible que Jesús era sanador y exorcista». Pudo haber sido eso -de
hecho, pudo haber sido «el personaje más extraordinario [...] de la
serie de carismáticos sanadores judíos», como también dice el recién
citado estudioso, sin llamar la atención fuera de su región. Lo que lo
proyectó más allá de su tiempo y su lugar fue la forma en que utilizó el
Espíritu que lo invadía no sólo para curar a los individuos, sino -y
ésta era su aspiración, para curar a la humanidad, comenzando por su
propio pueblo.
Smith, Huston, LAS RELIGIONES DEL MUNDO, Editorial Kairós, Barcelona, 2011, p. 320.