Domar un elefante salvaje
Cuando ha de domarse y adiestrarse un elefante salvaje, la mejor forma de hacerlo es uncirlo a otro que ya haya sido sometido al proceso. El salvaje, por contacto con el domado, se da cuenta de que la situación a la que es conducido no es incompatible con su condición de elefante, que lo que se espera de él no se opone de forma categórica a su naturaleza y que anticipa un estado viable, aunque sorprendentemente diferente. Nada puede enseñarle más que el ejemplo constante, inmediato y contagioso de su compañero. La preparación para la vida del espíritu no es diferente. La transformación a la que se enfrenta el iniciado no es ni menor ni menos exigente que la del elefante. Sin una prueba visible de éxito, sin una transfusión constante de valor, es probable que se apodere de él el desaliento. Pero, si (como demuestran estudios científicos) se pueden contagiar las ansiedades de un compañero ¿no puede también contagiarse la persistencia? Robert Ingersoll dijo una vez que si él hubiese sido Dios, habría hecho contagiosa la salud en lugar de la enfermedad, a lo cual un contemporáneo
hinduista respondió: «¿Cuándo reconoceremos que la salud es tan contagiosa como la enfermedad, que la virtud es tan contagiosa como el vicio, que la alegría es tan contagiosa como el mal humor?». Una de las tres cosas por las cuales debemos dar gracias todos los días, según Shankara, es la compañía de los santos porque, así como las abejas no pueden fabricarmiel a menos que estén juntas, tampoco los seres humanos pueden avanzar por el Camino si no están apoyados por la confianza y la consideración que generan los que alcanzan la Verdad. Buda está de acuerdo con esto. Debemos asociarnos con quienes han alcanzado la Verdad, conversar con ellos,
servirles, observar sus maneras e impregnarnos, por Ósmosis, de su espíritu de amor y compasión.
Smith, Huston, LAS RELIGIONES DEL MUNDO, Editorial Kairós, Barcelona, 2011, p. 115.