El conocimiento propio es un paso hacia el conocimiento de Dios
Y suspirando (el alma), al ver su miseria e incapaz de ocultar su verdadera situación ¿no clamará al Señor con el Profeta: Me has humillado con tu verdad? (Sal 119, 75).
No puede menos de humillarse sinceramente ante este conocimiento de sí misma, al verse cargada de pecados, al verse aplastada por el peso de su cuerpo mortal, enmarañada entre los afanes terrenos, corrompida por la hez de sus deseos carnales, ciega, encorvada, enferma, embrollada en muchos errores, expuesta a mil peligros, temblando por mil temores, angustiada por mil dificultades, sujeta a mil sospechas, oprimida por mil necesidades, propensa a los vicios e incapaz por la virtud. ¿Cómo podría levantar altivamente sus ojos y su frente? ¿No se revolcará más en su miseria, mientras tenga clavada la espina? Volverá a las lágrimas, retornará al llanto y los gemidos, se convertirá al Señor y exclamará desde su humildad: Sáname porque he pecado contra ti (Sal 41, 5). Convertida al Señor será consolada, porque es Padre cariñoso y Dios de todo consuelo.
Siempre que me asomo a mí mismo, mis ojos se cubren de tristeza. Pero si miro hacia arriba, levantando los ojos hacia el auxilio de la divina misericordia, la gozosa visión de mi Dios alivia al punto este desconsolador espectro y le digo: Mi alma se acongoja, por eso te recuerdo desde el Jordan (Sal 42, 7). Y no es una visión engañosa de Dios experimentar su ternura y su compasión, porque es realmente benigno y misericordioso y no le afecta la maldad; su naturaleza es la bondad: compadecerse siempre y perdonar. Dios se da a conocer saludablemente con esta experiencia y esta disposición, si el hombre se descubre a sí mismo en su indigencia radical; clamará al Señor, que le escuchará y le responderá: Yo te libraré y tu me darás gloria (Sal 50,15). De esta manera el conocimiento propio es un paso hacia el conocimiento de Dios. Por la imagen suya que se reproduce en ti, se descubre él mismo, cuando llevas la cara descubierta y contemplas la gloria del Señor, transformándote en su imagen con resplandor creciente por influjo del Espíritu del Señor.
San Bernardo, En la escuela del amor, Biblioteca de autores cristianos, Madrid, 1999, p. 140.