Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza
¿Quién, por impío que sea, podrá siquiera concebir que la dignidad humana, tan refulgente en el alma, haya podido ser creada por otro ser distinto al que dice en el Génesis: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza?» (Gen 1, 26). ¿Quién puede pensar que el hombre pudiera haber recibido la ciencia de otro que no sea justamente el mismo que enseña al hombre la ciencia? ¿De quién, sino del Señor de las virtudes, piensa que ha podido recibir el don de la virtud que se le ha dado o espera que se le de?
Con razón, pues, merece Dios ser amado por sí mismo, incluso por el que no tiene fe, pues si desconoce a Cristo, se conoce, al menos, a sí mismo. Por eso nadie, ni el mismo infiel, tiene excusa si no ama al Señor su Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda su fuerza. Clama en su interior una justicia innata y no desconocida por la razón, y le impulsa a amar con todo su ser a quien reconoce como autor de todo cuanto ha recibido. Pero es difícil, e incluso imposible, que el hombre sólo por sus propias fuerzas, o por su libre voluntad sea capaz de atribuir a la voluntad de Dios plenamente todo lo que de él ha recibido. Más fácil es que se lo atribuya a sí mismo y lo retenga como suyo, como lo confirma la Escritura: Todos sin excepción buscan sus intereses (Flp 2, 21). Y también: Los sentimientos y pensamientos del hombre tienden al mal (Gen 8, 21).
San Bernardo, En la escuela del amor, Biblioteca de autores cristianos, Madrid, 1999, p. 8.