Las máximas del evangelio
María misma ha señalado la importancia de las máximas del evangelio. En 1648, se las entregó a su hijo, en el momento en que va ha ser ordenado sacerdote, y las pone en primera fila antes incluso de «su amorosa familiaridad o intimidad con Dios». Son para ella una entrada en la verdad de Dios, que quiere almas que se le parezcan queriendo imitar a su Hijo. Así María de la Encarnación, a su manera, alcanza el himno a la caridad que san Pablo propone a los corintios: la caridad es paciente, buena, no se engríe, espera todo, soporta todo… Este himno -lo mismo que las bienaventuranzas- es el retrato de Jesús. He aquí, numeradas por María, estas máximas:
«I. Al ser acusada de haber cometido alguna falta, no excusarse de ella, aunque sea inocente; y no acusar a nadie que la haya hecho para descargarse, si no es que va en ello la gloria de Dios, al juicio del cual pertenece.
II. Velar sobre el espíritu y el corazón para no dejarse sorprender diciendo palabras de queja o exageradas, cuando se piensa haber sido o que en efecto se ha sido ofendido, lastimado, rechazado o humillado, sea de palabra o de obra.
III. No decir nada en alabanza propia, ni rebajar al prójimo tácita o aparentemente cuando es alabado por alguno, o que hay lugar, según lo pide la caridad, de alabarle y hablar bien de él.
IV. Huir de la emulación y la envidia de los bienes y satisfacciones del prójimo, ya interiores, ya exteriores, sino más bien alegrarse de ello, y estimarse indigno de merecer otro tanto.
V. Ejercitarse con espíritu de paciencia para con el prójimo, según las máximas prescritas en el evangelio.
VI. Ejercitarse en tener afecto piadoso y caritativo hacia los que se siente antipatía natural; acoger inocentemente sus acciones y juzgar sus intenciones con caridad.
VII. Trabajar en cortar las ternuras para con uno mismo, y reflexiones superfluas sobre lo que puede causar pena.
VIII. Trabajar intensamente por la dulzura interior y exterior y por la mansedumbre y humildad de corazón conforme al evangelio.
IX. No ensombrecerse voluntariamente, no desconfiar por pequeñas apariencias, y no dejarse llevar por la inquietud.
X. Sufrir con amor y dulzura los dolores del cuerpo y las aflicciones del espíritu, las humillaciones y las mortificaciones de Dios y del prójimo.
XI. Mortificar algunos pequeños apetitos, inclinaciones y movimientos naturales en todo lo que se pueda, sin daño espiritual ni corporal.
XII. Obedecer con fidelidad a los movimientos e inspiraciones de Dios, en todo, siguiendo la obediencia y dirección del Padre espiritual».
Añade una decimotercera máxima: no hablar sobre las virtudes, imitar a Jesucristo, practicar lo que él ha dicho:
«Nuestro Divino Salvador y Maestro se ha hecho nuestra causa ejemplar, y para que podamos imitarle más fácilmente, ha tomado un cuerpo y una naturaleza como los nuestros. Por eso en cualquier estado en el que estemos le podemos seguir. Esta es la devoción que me sostiene, sin la cual creería edificar sobre arena movediza».
María de la Encarnación citada en Loew, Jacques, La vida a la escucha de los grandes orantes, Narcea, Madrid, 1988, p. 114.